TOMADO DE CARNE Y PIEDRA
-El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental-
Richard Sennet
Paginas 378-401
Alianza Editorial
CONCLUSIÓN
Cuerpos cívicos
La Nueva York multicultural
1. DIFERENCIA E INDIFERENCIA
Greenwich Village
Como muchos otros, antes de llegar a Greenwich Village, me h~ bía ambientado en las páginas de The Death and dead of the American Cities de Jane Jacobs. Greenwich Village aparece en su famoso libro como la quintaesencia del centro urbano que mezcla a los grupos y estimula a los individuos en su diversidad. Pintaba un cuadro de razas viviendo en total armonía, a diferencia de Harlem o el South Bronx, en una mezcla étnica de italianos, judíos y griegos. Greenwich-Village era para ella un ágora moderna en el corazón de Nueva York.
El lugar que yo encontré no desmentía sus palabras. Aunque hacia 1970 el Village había perdido a muchos de los hijos de estos emigrantes, que se habían desplazado a los suburbios, la comunidad seguía siendo variada y tolerante. Adolescentes que tenían en sus casas sábanas limpias y lechos calientes dormían en el suelo al aire libre en Washington Square, arrullados por cantantes folk nocturnos, sin ser molestados por los ladrones ni inquietarse por la presencia de quienes no tenía otro lugar para dormir. Las casas y calles bien conservadas del Village contribuían a dar la impresión de que este lugar era diferente del resto del Nueva York y que poseía un fuerte sentimiento de comunidad entre extraños que vivían con relativa seguridad.
Composición érnica y política de los distritos municipales de Nueva York, c. 1980. Reproducido con permiso de John Hull Mollenkopf, A Phoenix in the Ashes: The Rise and Pall o/ the Koch Coalition in New York City Politics, Princeton UniversityPress, 1992.
El Village sigue siendo hoy un espacio de diferencias. Todavía hay núcleos de familias italianas que sobreviven en MacDougal Street, mezcladas con turistas. Las encantadoras casas de la comunidad aún albergan a gente mayor que ha conservado su vivienda barata y que vive mezclada con recién llegados más jóvenes y con más medios. Desde la época de Jacobs, una considerable comunidad homosexual ha florecido en el extremo occidental del Village, molestada por algunos de los turistas pero en relativa armonía con sus vecinos inmediatos. Los escritores y artistas que siguen viviendo allí vinieron, como yo, cuando los alquileres eran baratos. Somos unos bohemios burgueses envejecidos sobre los que esta variopinta escena actúa como un encantamiento.
Sin embargo, la vista con frecuencia aporta una información social engañosa sobre la diversidad. Jane Jacobs vio a los habitantes del Village tan estrechamente unidos que parecían haberse fundido. En MacDougal Street, sin embargo, la acción de los turistas consiste principalmente en mirar a otra gente. Los italianos ocupan el piso por encima de las tiendas que se encuentran a la altura de la calle y hablan con sus vecinos de enfrente como si no hubiera nadie debajo. Los hispanos, judíos y coreanos están entremezclados a lo largo de la Segunda Avenida, pero si uno camina por esa avenida, encuentra un palimpsesto étnico en el que cada grupo se mantiene estrechamente vinculado a su propia gente.
La diferencia y la indiferencia coexisten en la vida del Village. El mero hecho de la diversidad no impulsa a las personas a interactuar. En parte ello obedece a que, durante las dos últimas décadas, la diversidad del Village se ha hecho más cruel, en formas no previstas en el libro de Jacobs. Washington Square se ha convertido en una especie de supermercado de drogas. Los columpios de un parque para niños situado al norte sirven de tienda de heroína, los bancos que hay bajo la estatua de un patriota polaco se usan como expositores de diferentes píldoras, mientras que en cada esquina de la plaza se trafica con la cocaína al por mayor. Ya no hay jóvenes que duerman en el parque, y aunque los traficantes y sus escoltas son personajes familiares para las madres que vigilan a los niños en los columpios o para los estudiantes de la universidad cercana a la plaza, estos criminales parecen invisibles para la policía.
En su Historia, Tucídides evaluó la fuerza cívica de Atenas, emparejando la oración fúnebre de Pericles con el brote de la peste en Atenas unos meses más tarde. Cuando la plaga moderna del sida apareció en las calles del Village no sucedió nada similar al colapso moral descrito por Tucídides. En la parte occidental de la comunidad la extensión de la enfermedad hizo que muchos de los residentes homosexuales se comprometieran más políticamente. La respuesta de la maquinaria sanitaria de la ciudad ha sido positiva aunque inadecuada. Buena parte del arte, el teatro y la danza del West Village se dedica a explorar el sida.
En el límite oriental del Village, donde se produce la transición a la gran bolsa de pobreza del Lower East Side, la situación es diferente. Aquí se concentran los drogadictos de ambos sexos que han enfermado de sida por compartir jeringuillas y mujeres que lo han contraído por mantener relaciones sexuales como prostitutas. El sida y las drogas se mezclan de una manera más gráfica a lo largo de Rivington Street, un paréntesis de casas abandonadas del Bowery, donde los drogadictos encuentran «galerías del chute». Ocasionalmente se puede ver a jóvenes asistentes sociales por Rivington Street, llamando a las puertas cerradas o a las ventanas tapadas con cartones y ofreciendo jeringuillas limpias y gratuitas. Pero los habitantes de Greenwich Village tienden a no molestar a los que van a morir. Toleradas por los ciudadanos, quizás provechosas para la policía, las casas de droga están floreciendo.
Si los habitantes del Village no molestan a la policía de estupefacientes, pocos de mis vecinos se sienten inclinados a telefonear sobre los nuevos extraños, sin hogar, que hay en Greenwich Village. Se ha calculado que, durante el verano, casi una de cada doscientas personas que habitan en el centro de Nueva York carece de hogar, lo que sitúa a la ciudad por encima de Calcuta pero por debajo de El Cairo en este particular índice de miseria 2. En Greenwich Village los sin techo duermen en las calles próximas a Washington Square, pero apartados de la ruta de la droga. Durante el día, se ponen a la salida de los bancos. Mi «portero» bancario personal afirma que aunque la gente de Greenwich Village le da menos dinero que en partes más acomodadas de la ciudad, también le causamos menos problemas. Ni más ni menos: aquí la gente deja a los demás en paz.
Durante el desarrollo del individualismo moderno y urbano, el individuo se sumio en el silencio de la ciudad. La calle, el café, el almacen, el ferrocarril, el autobús y el metro se convirtieron en lugares donde prevalecio la mirada sobre el discurso. Cuando. son difíciles de sostener las relaciones verbales entre extraños en la ciudad moderna, los impulsos de simpatía que pueden sentir los individuos de la ciudad mirando a su alrededor se convierten a su vez en momentáneos -una respuesta de un segundo al mirar las instantáneas de la vida.
La diversidad del Village funciona de esa manera. Nuestro ágora es meramente visual. No hay ningún lugar donde discutir los estímulos de la vista en calles como la Segunda Avenida, donde puedan configurarse colectivamente en una narración cívica, ni, quizá más lógicamente, un santuario para las escenas de desolación.del East Village. Por supuesto, Greenwich Village, como cualquier otro lugar de la ciudad, ofrece incontables ocasiones formales en las que nuestros ciudadanos expresan sus quejas y protestas de carácter cívico. Pero las ocasiones políticas no se traducen en la práctica social cotidiana de las calles. Además, apenas contribuyen a agrupar la cultura múltiple de la ciudad en torno a propósitos comunes.
Puede ser una perogrullada sociológica afirmar que la gente no abraza la diferencia, que las diferencias crean hostilidad, que lo mejor que se puede esperar es la práctica diaria de la tolerancia. Ello significaría que la estimulanre experiencia personal reflejada en una novela como Howards End no puede ser trasladada de manera más amplia a la sociedad. Sin embargo, Nueva York ha sido durante más de un siglo una ciudad de múltiples culturas, algunas de ellas tan discriminadas como la de los judíos de la Venecia renacentista. Decir que la diferencia provoca inevitablemente un repliegue mutuo significa decir que una ciudad multicultural de ese tipo no puede tener una cultura cívica común; significa ponerse del lado de los cristianos venecianos que pensaban que una cultura cívica sólo era posible entre personas semejantes. Además, significa ignorar una profunda fuente de la fe judeo-cristiana -la compasión-, como si esa estimuladora fuerza religiosa simplemente se hubiera desvanecido en el mar multicultural.
Si la historia de Nueva York plantea la cuestión general de si puede forjarse una cultura cívica a partir de las diferencias humanas, Greenwich Village plantea una cuestión más particular: cómo puede esa variopinta cultura cívica convertirse en algo que la gente sienta en sus huesos.
Centro y periferia.
La historia y la geografía de Nueva York han agravado los dilemas que plantean las reacciones viscerales en una sociedad multicultural.
Nueva York es la ciudad cuadriculada por antonomasia, una geometría infinita de bloques iguales, aunque no exactamenre la cuadrícula que concibieron los romanos. La cuadrícula neoyorkina no tiene ni límites ni centro establecidos. Los constructores de la ciudad romana estudiaban los cielos para ubicar la ciudad terrena y trazaban los límites de la ciudad para definir su geometría interna. Los planificadores de la moderna Nueva York concibieron la cuadrícula urbana como un tablero de ajedrez en expansión. En 1811 los padres de la ciudad situaron el plano cuadriculado de la ciudad en los terrenos situados al norte de Greenwich Village, y en 1855 este plano se extendió más allá de Manhattan al Bronx al norte y a Queens al este.
Al igual que la cuadrícula de la ciudad romana, el plano de Nueva York se superponía sobre un territorio en buena medida vacío, una ciudad planeada antes de ser habitada. Si los romanos consultaban los cielos en busca de guía, los padres de la ciudad de Nueva York consultaron a los bancos. Acerca del plano cuadriculado moderno en general Lewis Mumford ha dicho que, «el emergente capitalismo del siglo XVII trató la parcela individual y el bloque, la calle y la avenida como unidades abstractas para comprar y vender, independientemente de los usos históricos, las condiciones topográficas o las necesidades sociales» 3. La absoluta uniformidad de las parcelas creadas por la cuadrícula de Nueva York significó que' la tierra podía tratarse de la misma manera que el dinero, cada pieza tendría el mismo valor. En los primeros, y más dichosos, días de la República, se imprimían billetes de dólar cuando los banqueros necesitaban dinero. De la misma manera, la necesidad de tierra podía solucionarse extendiendo el terreno, por lo que con la actuación de los especuladores comenzaron a existir nuevas partes de la ciudad.
Esta ciudad cuadriculada e ilimitada carecía de centro. Ni el plano de 1811 ni el de 1855 contienen indicaciones de mayor o menor valor, ni descripciones de dónde se encontraría la gente, como podría haber averiguado un romano en el extranjero localizando las intersecciones de las calles principales. La persona que visita Nueva York inruye lógicamente que el centro de la ciudad se encuentra en torno a Central Park. Cuando Calverr Vaux y Frederick Law Olmsted comenzaron a planificar el parque en 1857, lo imaginaron como un refugio de la ciudad. Desde el momento en que los políticos locales retiraron a Olmsted de su gran proyecto, el parque empezó a decaer y la gente evitaba reunirse allí por no estar cuidado y ser peligroso.
En teoría, el plano de una ciudad que carezca de límites fijos y de un centro determinado posibilita muchos puntos de contacto social distintos; el plano original no establece dictados para las generaciones posteriores de constructores. En Nueva York, por ejemplo, el gran complejo de oficinas del Rockefeller Center, que empezó a construirse en la década de los treinta, podía haberse ubicado unas manzanas más al norte, al sur o al oeste. La cuadrícula neutral no dictaba su emplazamiento. Aunque la flexibilidad del espacio en Nueva York puede recordar idealmente el plano de L'Enfant para una ciudad más heterogénea que centralizada, Nueva York se acerca más al espacio urbano que concibieron los urbanistas de la Revolución Francesa. La carencia de directrices del plano de Nueva York significa que los obstáculos se pueden eliminar con facilidad, obstáculos que consisten en piedra, cristal y acero del pasado.
Hasta hace poco, edificios perfectamente viables de Nueva York desaparecían con la misma regularidad que habían aparecido. En sesenta años, por ejemplo, las grandes mansiones que se alineaban a lo largo de varios kilómetros en la Quinta Avenida, desde Greenwich Village hasta la parte alta de Central Park, fueron construidas, habitadas y destruidas para dejar espacio a edificios más elevados. Incluso hoy, con controles históricos, los nuevos rascacielos de Nueva York están concebidos y financiados para durar cincuenta años, aunque desde el punto de vista arquitectónico podrían durar mucho más. De todas las ciudades del mundo Nueva York ha sido la que más se ha destruido para crecer. Dentro de cien años la gente tendrá una evidencia más tangible de la Roma de Adriano que de la Nueva York de fibra óptica.
Este camaleónico tejido urbano ha tenido una gran importancia para la historia del multiculturalismo en Nueva York. Después de la guerra civil, cuando Nueva York se convirtió en una ciudad internacional, sus emigrantes se hacinaban en grandes y congestionadas cuadrículas de pobreza, principalmente en el Lower East Side de Manhattan y en el límite oriental de Brooklyn. Miserias de las clases más diversas se daban cita en los bloques de los denominados New Law Tenements. Estos edificios habían sido concebidos para proporcionar luz y aire a los espacios interiores, pero las buenas intenciones de sus arquitectos se vieron sobrepasadas por la cantidad de gente que se hacinaba en las estructuras.
A principios de este siglo, los hijos de los emigrantes comenzaron a marcharse cuando se lo permitían las circunstancias, igual que las clases trabajadoras inglesas, que utilizaron el metro para mudarse a casas mejores en el Londres norte. Algunos hijos de emigrantes se mudaron primero a Harlem; otros se fueron más lejos, al territorio poco poblado de los suburbios; los más prósperos a viviendas unifamiliares y los suficientemente prósperos a edificios de apartamentos más holgados que los del centro de Nueva York. Dos circunstancias dificultaban el movimiento de salida: la mayoría de los empleos seguían estando en el centro de la ciudad y la región de Nueva York carecía de una compleja red de arterias y venas urbanas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, un nuevo impulso de abandonar la ciudad se hizo posible gracias a la obra de un hombre, Robert Mases. Como en el caso de Haussmann, la magnitud de la empresa de Mases comenzada en los años veinte y treinta de este siglo desafía la imaginación. Construyó puentes, parques, puertos, paseos marítimos y autopistas. De nuevo como Haussmann, y antes de Haussmann, Boullée y Wailly, Robert Mases consideraba arbitraria la forma del tejido urbano de su ciudad y no se sentía obligado a preservar o renovar lo que habían hecho otros antes de él.
La gran red de transporte que Mases creó para la región de Nueva York consumó el impulso de la Ilustración a crear una ciudad basada
Plano de las autopistas regionales de Nueva York, 1929. De The Graphic Regional Plan: Atlas and DescriPtion. Cortesía de la Universidad de Columbia, Avery Architectural and Fine Arts library, Nueva York.
en el cuerpo móvil. Aunque Nueva York había desarrollado el sistema de transporte de masas más extenso del mundo en la época en que Mases comenzó a construir, favoreció el desplazamiento de los individuos en automóviles. Para otros planificadores, esta inmensa red de carreteras parecía amenazar la viabilidad del centro urbano establecido, más que extender su alcance. Así le pareció, por ejemplo, al urbanista Jean Gottmann, que en su estudio clásico, Megalopolis, previó la formación de una vasta región urbana a lo largo de la costa oriental de los Estados Unidos, de Boston a Washington. Según Gottmann, esta megalópolis destruiría la ciudad central como «el "centro", el "corazón" de una región» 4.
Moses sostenía que sus carreteras no tenían un carácter destructivo, sino que ofrecían posibilidades placenteras. Su idea de los placeres del movimiento se plasmó en el sistema de avenidas (parkway system) -carreteras por las que no podían viajar los camiones, que atravesaban como lazos de asfalto parques artificiosamente situados y que no eran visibles desde las casas. Estos caros e ilusivos parkways debían convertir la experiencia de conducir un automóvil en un placer autónomo, sin resistencias.
Moses creía que este sistema de autopistas y parkways liberaría a las personas de las tensiones de la ciudad. En este sentido, uno de los grandes proyéctos de Moses fue Jones Beach, la gran extensión de arena que convirtió en una playa pública cerca de la ciudad. Sobre la
Paisajes de Nueva York trazados por Robert Mases. De R. Caro, The P0111er Broker: Robert Moses and the Pall ofNew York, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1974, interior de la portada. Reimpreso con permiso.
actitud de Moses hacia la playa, un colega suyo, Frances Perhns, señaló: «Atacaba a la gente humilde de una manera terrible. Para él eran personas despreciables y sucias que tiraban botellas por todo Jones Beach. "¡Se van a enterar! Les voy a enseñar!" ... Ama a a la gente, pero no como pueblo» 5. En particular, Moses intentó mantener a los negros fuera de Jones Beach, como de los parques públicos que creó, por considerados especialmente sucios.
El título que Robert Caro eligió para su biografía de Robert Moses, The Power Broker, caracteriza adecuadamente el espíritu con el que trabajó Moses 6. Moses no era un planificador profesional, pero forjó los instrumentos gubernamentales y financieros que utilizarían los planificadores. En particular, Moses carecía de la imaginación visual necesaria para ver el aspecto que tendrían los mapas y proyectos en formas tridimensionales. Considerado a menudo como un planificador diletante, en cierto sentido fue algo más aterrador, una persona de inmenso poder que frecuentemente no comprendía lo que estaba edificando. Pero, como en el caso de Jones Beach, sus objetivos sociales estaban muy claros.
Su planificación buscaba anular la diversidad. Cuando actuaba sobre una masa de la ciudad, la trataba como si fuera una roca que debía desmenuzar, y el «bien público» se alcanzaba mediante la fragmentación. En esto, Moses fue selectivo. Sólo se les proporcionaban los medios de escapar a aquellos que habían tenido éxito -el éxito suficiente como para adquirir un automóvil o una casa- y los puentes y las autopistas les ofrecían una vía de escape del ruido de los huelguistas, los mendigos y los necesitados que habían invadido las calles de Nueva York durante la Gran Depresión.
Debe decirse que aunque Moses erosionó el congestionado centro urbano, su intervención sirvió para cubrir una necesidad comunitaria profundamente sentida, la necesidad de alojamientos familiares adecuados. Cuando Moses extendió la región urbana de Nueva York a través de los dedos de las autopistas que se dirigían al este, después de la Segunda Guerra Mundial se construyeron casas en las grandes fincas y en las tierras dedicadas al cultivo de patatas de Long Island; cuando extendió como dedos otras autopistas hacia el norte, se transformaron en suburbios otras propiedades más modestas. Herbert Gans estudió hace una generación la nueva comunidad residencial de Levittown, en Long Island, que habían hecho posible las autopistas de Moses. Observó así que la masa de casas unifamiliares proporcionaba >>más cohesión familiar y un estímulo significativo de la moral» dentro de cada casa 7. Gans criticó con razón a los que despreciaban estas construcciones. Los individuos que podían dejar los pisos de la ciudad que eran demasiado reducidos para sus familias valoraban sus nuevos hogares a causa de su «deseo de poseer una casa independiente» 8.
No obstante, a Mases le costaba entender que había creado un nuevo territorio económico. De hecho, el crecimiento de la periferia de Nueva York coincidió con un incremento de oficinas y servicios que, gracias a las comunicaciones electrónicas, ya no tenían que estar ubicadas en el congestionado núcleo urbano donde los alquileres eran elevados. La periferia también creció a medida que se producían estos cambios y empleó cada vez a más trabajadoras tanto en los servicios como en fábricas pequeñas. Las mujeres podían trabajar cerca del lugar donde vivían, pero recibían salarios inferiores a los que se pagaban a los hombres 9. Cuando la periferia tuvo una vida económica propia, parte del sueño de la evasión comenzó a desvanecerse. La pobreza y los bajos salarios reaparecieron en los suburbios, lo mismo que el crimen y las drogas. Las esperanzas de una vida familiar estable y segura en los suburbios también se frustraron en la medida en que su premisa era la evasión.
No obstante, el legado de Roben Mases ha perdurado de dos maneras. Su reestructuración de Nueva York llevó a su apogeo las fuerzas del movimiento individual que habían empezado a tomar forma dos siglos antes en Europa. Y a quienes permanecieron en el viejo y heterogéneo centro urbano les legó el problema agudizado y más difícil de enfrentarse a sus formas de percibir y sentir a los demás.
El movimiento corporal adquirió por primera vez su importancia moderna como un nuevo principio de actividad biológica. El análisis médico de la circulación de la sangre, de la respiración de los pulmones y de las fuerzas eléctricas que se mueven a través de los nervios creó una nueva imagen del cuerpo saludable, un cuerpo cuya libertad de movimiento estimulaba el organismo. De ese dato médico se seguía que el espacio debía concebirse para estimular el movimiento corporal y los procesos de respiración asociados con el mismo. A esta conclusión sobre el espacio llegaron los urbanistas de la Ilustración durante el siglo XVIII. La persona que se movía con libertad se sentía más autónoma e individual como resultado de esta experiencia de libertad física.
Ahora las personas se trasladan con rapidez, especialmente hacia esos territorios periféricos, y dentro de los mismos, cuyos fragmentos sólo están comunicados por automóviles. La logística de la velocidad, sin embargo, separa el cuerpo de los espacios por los que se mueve. Aunque sólo sea por razones de seguridad, los planificadores de autopistas tratan de neutralizar y uniformizar los espacios por los que viaja un vehículo a gran velocidad. El acto de conducir, de obligar al cuerpo a permanecer sentado en una posición fija y de exigir sólo micromovimientos apacigua al conductor. La generación de Harvey imaginó el movimiento como algo estimulante. En la Nueva York de Robert Moses lo conocemos monótono.
Durante el siglo XIX, los diseños relacionados con el movimiento y el reposo estaban vinculados con tecnologías que hacían que el cuerpo individual se sintiera cómodo. La comodidad reduce la cantidad y la intensidad del estímulo. Es también un ensayo de monotonía. La búsqueda de un estímulo cómodo y menos intenso está directamente relacionada con la forma en que tendemos a afrontar las sensaciones perturbadoras que pueden presentarse en una comunidad heterogénea y multicultural.
Roland Barthes fue el primero que llamó la atención sobre esta conexión en lo que denominó un «repertorio de imágenes» cuando las personas se encuentran con extraños 10. Al explorar una escena compleja o inusual, el individuo intenta situarla rápidamente de acuerdo con una serie de imágenes que pertenecen a categorías sencillas y generales, basadas en estereotipos sociales. Al encontrarse en la calle con un negro o un árabe, una persona blanca registra una amenaza y deja de mirar con interés. El juicio, observó Barthes, es instantáneo y el resultado sorprendente. Gracias al poder de clasificación del repertorio de imágenes, las personas bloquean todo estímulo ulterior. Enfrentadas con la diferencia, se vuelven pasivas rápidamente.
El urbanista Kevin Lynch ha mostrado cómo puede utilizarse un repertorio de imágenes para interpretar la geografía urbana de la misma manera. Todo individuo urbano, dice, tiene una imagen mental del «lugar al que pertenezco». En su investigación Lynch descubrió que sus sujetos comparaban los nuevos lugares con esas instantáneas mentales y, cuanto menos coincidían, más indiferentes se sentían los individuos ante su nuevo entorno. El movimiento rápido, tal y como se da en un automóvil, estimula la utilización de un repertorio de imágenes, esto es, esa disposición a clasificar y juzgar de manera inmediata. La geografía fragmentada también refuerza el repertorio de imágenes, pues en la periferia cada fragmento tiene su función -el hogar, las tiendas, la oficina, la escuela- y está separado por espacios vacíos de otros fragmentos. Por lo tanto, rápida y fácilmente se puede juzgar si alguien no pertenece a un lugar concreto si está comportándose de una manera inapropiada en el mismo.
De manera similar, el sociólogo Erving Goffmann intentó mostrar cómo, al caminar, una «desestimulación defensiva» influye en la forma en que las personas controlan sus cuerpos por la calle. Después de esa mirada clasificadora inicial dirigida a otro, la gente camina o se sitúa de manera que se produzca el menor contacto físico posible 11. Al explorar los alrededores mediante un repertorio de imágenes, sometiendo el entorno a sencillas categorías de representación, comparando la semejanza con la diferencia, la persona reduce la complejidad de la experiencia urbana. Utilizando un repertorio de imágenes para mantenerse apartado de los demás, el individuo se siente más tranquilo.
Con semejante instrumento para tantear la realidad, se puede evitar lo que causa perplejidad o es ambiguo. El miedo a tocar del que surgió el gueto de Venecia se ha visto reforzado en la sociedad moderna cuando los individuos crean algo similar a los guetos en su propia experiencia corporal al enfrentarse a la diversidad. Rapidez, evasión, pasividad: esta triada es lo que el nuevo entorno urbano ha sacado de los descubrimientos de Harvey.
Estos muros de percepción colocados alrededor del yo adquirieron un significado particular en las vidas de la gente que quedó atrás.
Cuando por fin se le arrebató el poder a Mases a finales de los años sesenta, parecía que se iba a cumplir la predicción de lean Gottmann en Megalopolis: las partes viejas y pobres del núcleo urbano quedarían tan desoladas y despobladas en Nueva York como estaba sucediendo en otras ciudades americanas. Esto se debió al hecho de que la emigración a la ciudad pareció haberse detenido en 1965, cuando se promulgó una nueva ley nacional de inmigración. Los puertorriqueños con frecuencia recibieron el apelativo de los «últimos extranjeros» de Nueva York. No obstante, los movimientos de la economía global invalidaron esa expectativa: llegaron nuevas oleadas de emigrantes, primero del Caribe y de América central, después de Corea, luego del antiguo imperio soviético, de Oriente medio y de México. Estos nuevos emigrantes constituyen ahora la mitad de la población de la ciudad.
A esto se ha unido un movimiento inverso procedente de los suburbios. Los hijos de los que se marcharon hace una generación han intentado regresar al centro. En parte, este movimiento ha obedecido a las peculiaridades del mercado inmobiliario en los suburbios de Nueva York y, en parte, a que los incrementos más acusados en empleos de servicios y profesionales se han producido en las empresas nacionales ubicadas en Manhattan. Pero estas peculiaridades locales también confluyen con el deseo más amplio de muchos jóvenes de regresar o ir a la ciudad. La mayor parte de los que llegan a Nueva York cada año son blancos y jóvenes entre los dieciocho y los treinta años.
Estos nuevos neoyorkinos han tenido que enfrentarse con las vidas complicadas de aquellos que nunca abandonaron la ciudad. Después de la Segunda Guerra Mundial, se produjo en Nueva York una especie de distribución social y familiar. Los judíos, griegos, italianos e irlandeses más acomodados abandonaron el centro, pero sus compatriotas más pobres no lo hicieron. Mucha gente mayor también decidió quedarse en el lugar donde había luchado para abrirse camino. Uno de los grandes dramas ocultos de Nueva York en su último medio siglo, por ejemplo, ha sido el de la pobreza judía del interior de la ciudad. El estereotipo que presenta a los judíos de Nueva York como un grupo étnico particularmente favorecido por el éxito ha ocultado la presencia en el Lower East Side, en el Upper West Side y en Flatbush de decenas de miles de judíos pobres que quedaron rezagados, ganándose la vida en los oficios de artesanía y servicios en que comenzaron la mayoría de ellos. En otras comunidades que empezaron compartiendo las peores perspectivas, la movilidad de clases y las rupturas generacionales han creado similares dramas internos de abandono y traición, como es el caso de los negros que prosperaron y se fueron a los suburbios, dejando atrás a sus hermanos y hermanas en la pobreza.
La pureza de un gueto exige una orden clara de segregar -la clase de orden promulgada en Venecia de hacinar a los judíos en un lugar o en la moderna Nueva York de no prestar dinero a los negros. Sin embargo, en sus orígenes, en el siglo XIX, los guetos de Nueva York eran zonas uniformes de viviendas más que lugares a los que las autoridades pretendieran dotar de un carácter o identidad distintos. El Lower East Side de Nueva York era exclusivamente pobre, pero muy mezclado étnicamente. En los años veinte, la Pequeña Italia albergaba a irlandeses y eslavos, y hoy día viven allí tantos asiáticos como italianos. Harlem, en el apogeo del «Renacimiento de Harlem» durante los años veinte, albergaba a más griegos y judíos que a negros.
Cuando el centro se desangró en la megalópolis a raíz de las transformaciones realizadas por Robert Mases, la palabra «gueto» adquirió el significado apenas oculto de «lo que han quedado atrás». Harlem, por ejemplo, se despobló. Los judíos y los griegos lo abandonaron en los años treinta y la naciente burguesía negra cuarenta años más tarde. El hecho de pertenecer a un gueto vino a significar compartir un fracaso común.
Muchos de los intentos modernos de hacer revivir los espacios del gueto han buscado, a la manera de los judíos del Renacimiento, transformar las vidas segregadas en una identidad colectiva honorable. Este esfuerzo se ha producido en todos los lugares de Nueva York, tanto entre los nuevos emigrantes étnicos como entre los negros, los judíos pobres y otras etnias que han quedado detrás. Revivir el honor del gueto ha significado adoptar una actitud introspectiva tanto espacial como mentalmente. La mayoría de los esfuerzos dedicados a la construcción comunitaria se centran en definir una identidad común y recuperar edificios o espacios que definan un centro de esa vida común, más que en establecer contacto con los que son distintos. Nueva York nunca fue un melting pot, pero a sus problemas multiculturales se vinieron a sumar esta historia de abandono y la necesidad de los abandonados de restablecer su honor. Sin embargo, las mismas fuerzas que llevaron gente nueva al centro urbano después de que se marcharan los herederos de Robert Moses no permiten esta introversión, este honor fraguado en un espacio de separación basado en el modelo de los judíos venecianos.
En términos de población, Nueva York sólo ha sido capaz de recibir a las nuevas etnias repoblando los espacios de los antiguos guetos. Las zonas de pobreza situadas al noreste de Wall Street, por ejemplo, se están llenando ahora de un ejército nocturno de limpiadores, impresores, mensajeros y trabajadores de servicios empleados en los templos de las finanzas de fibra óptica. Dominicanos, salvadoreños y haitianos se apretujan en las casas que todavía son habitables del extremo noroeste de Harlem. En Brooklyn, los judíos rusos, los jasidim y los sirios han repoblado los lugares abandonados por los judíos que llegaron en generaciones anteriores. Y en todo el núcleo urbano una corriente continua de jóvenes nativos blancos penetra en los lugares abandonados por la clase media anterior .
. Además, la economía de la ciudad no permitirá esa instropección. Las cadenas nacionales de almacenes han reemplazado a muchos negocios locales. Siguen siendo fuertes los pequeños negocios relacionados -de la reparación de violines a la restauración de objetos de cobre o la impresión especializada- cuya clientela es más metropolitana que local. Estos negocios peculiares y especializados ofrecen a muchos emigrantes ahora, como en el pasado, el primer peldaño para ascender en la escala social. La historia reciente del multiculturalismo en Nueva York ha ido en una dirección separatista, pero este separatismo étnico es un callejón sin salida, aunque sólo sea por causas económicas.
Desde la Atenas de Pericles al París de David, la palabra «cívico» ha implicado un destino entrelazado con otros, un cruce de suertes. Para un griego de la época de Pericles o para un romano pagano de la época de Adriano era inconcebible que su suerte estuviera separada de la de su ciudad. Aunque los primeros cristianos creían que su destino estaba dentro de ellos, esta vida interior finalmente volvió a vincularse a la suerte que compartían con otros en el mundo. La empresa medieval pareció romper con esta idea de un destino común, puesto que podía provocar su propio cambio y, como la universidad de Bolonia, romper con las circunstancias del momento. No obstante, era un cuerpo colectivo, literalmente una incorporación de individuos en una entidad legal que poseía una vida propia más amplia. Y el gueto veneciano no hizo sino recordar la amarga lección del destino común, porque los cristianos venecianos sabían que su suerte no podía divorciarse de la de los judíos a los que mantenían en la ciudad, mientras que el destino de los judíos del gueto no podía desligarse de las vidas de sus opresores. Los motines del pan desencadenados por las mujeres de París al inicio de la Revolución francesa también representaron un intento de unir su destino con poderes que las trascendían.
En el mundo moderno, la creencia en un destino común sufrió una curiosa división. Las ideologías nacionalistas, lo mismo que las revolucionarias, sostienen que el pueblo comparte un destino. La ciudad, sin embargo, ha falsificado esta afirmación. Durante el siglo XIX, el desarrollo urbano empleó las tecnologías del movimiento, de la salud pública y del confort privado, así como los movimientos del mercado, y la planificación de calles, parques y plazas, para oponerse a las reivindicaciones de las multitudes y privilegiar las pretensiones de los individuos. Individuos que, como observaba Tocqueville, se sentían «ajenos a los destinos de los demás»; junto con otros observadores del avance del individualismo, Tocqueville vio su profunda conexión con el materialismo, un «materialismo virtuoso -escribióque no corrompería, pero enervaría el espíritu y sigilosamente enderezaría sus resortes de acción» 12. Al retirarse de la vida común, ese individuo perdería vida.
Las energías que han creado y destruido grandes edificios de oficinas, viviendas y casas de Nueva York han negado los efectos del tiempo sobre la cultura cívica. Las trayectorias de salida de Nueva York son semejantes socialmente a las de Londres y de otras ciudades -ciudades que han adquirido su configuración moderna a través de movimientos de separación individual. La negación de un destino común fue crucial para todos estos movimientos.
Si los blancos que huyeron a Long Island después de la Segunda Guerra Mundial negaron tajantemente que compartieran un destino con los blancos o negros que dejaron atrás, también hubo otras negativas más sutiles. Los que quedaron atrás negaron, por una cuestión de honor, que sus destinos estuvieran unidos a los de otros. Los privilegiados se han protegido de los pobres como se han protegido del estímulo. Los necesitados han intentado llevar una especie de armadura que sólo mantiene distanciados a aquellos que necesitan. La vida en Greenwich Village quizá ejemplifica lo máximo que hemos logrado: una voluntad de vivir con la diferencia, pero, al mismo tiempo, la negación de que ello implique un destino compartido.
2. CUERPOS CÍVICOS
Al inicio de este estudio, dije que lo he escrito como un creyente religioso, y ahora, en la conclusión, debo explicar por qué. A lo largo de Carne y Piedra he argumentado que los espacios urbanos cobran forma en buena medida a partir de la manera en que las personas experimentan su cuerpo. Para que las personas que viven en una ciudad multicultural se interesen por los demás, creo que tenemos que cambiar la forma en que percibimos nuestros cuerpos. No experimentaremos la diferencia de los demás mientras no reconozcamos las insuficiencias corporales que existen en nosotros mismos. La compasión cívica procede de esa conciencia física de nuestras carencias, y no de la mera buena voluntad o la rectitud política. Si estas afirmaciones parecen encontrarse lejos de la realidad práctica de Nueva York, quizás sea una señal de lo mucho que se ha divorciado la experiencia urbana de la comprensión religiosa.
Las lecciones que hay que aprender del cuerpo son uno de los fundamentos de la tradición judeo-cristiana. Cruciales en esa tradición son las transgresiones de Adán y Eva, su vergüenza por la desnudez y su expulsión del Jardín del Edén, lo que conduce a una historia de los primeros seres humanos, qué fue ellos y qué es ,lo que perdieron.
En el Jardín del Edén, eran inocentes, ingenuos y obedientes. En el mundo se hicieron conscientes; supieron que eran imperfectos y, por lo tanto, intentaron comprender qué era extraño y diferente. Ya no eran los hijos de Dios a los que se les había dado todo. El Antiguo Testamento narra una y otra vez historias de personas que constituyen un reflejo del doloroso despertar de los primeros seres humanos. Son personas que transgreden con sus deseos corporales los mandamientos de Dios, son castigadas, y que después, como Adán y Eva en el exilio, despiertan. Los primeros cristianos interpretaron el paso de Cristo por la tierra de una forma similar. Crucificado por los pecados del hombre, su legado a los hombres y mujeres es una sensación de la insuficiencia de la carne. Cuanto menos placer obtengan sus seguidores de sus propios cuerpos, más se amarán los unos a los otros.
La historia pagana contó esta antigua verdad de otra manera, como la historia de lo que los cuerpos experimentan en las ciudades. El ágora ateniense y la colina de Pnyx eran espacios urbanos donde los ciudadanos percibían la insuficiencia corporal: el ágora antigua estimulaba a las personas físicamente, al precio de privarles de una conversación coherente con los demás; la colina de Pnyx permitía la continuidad del discurso y aportaba a la comunidad experiencias de lógica narrativa, al precio de hacer a las personas vulnerables al estímulo retórico de las palabras. Las piedras del ágora y de la colina de Pnyx sometieron a los individuos a fluctuaciones constantes, pues cada centro era una fuente de insatisfacción que el otro sólo podía resolver despertando a su vez otro tipo de insatisfacción. En la ciudad de dos centros, las personas conocieron la insuficiencia en su experiencia corporal. Sin embargo, ningún pueblo valoró de manera más consciente la cultura cívica que los atenienses: «humano» y «polis» eran términos intercambiables. La acción del propio desplazamiento creó intensos vínculos cívicos. Las personas se interesaban profundamente por los demás en espacios que no satisfacían plenamente sus necesidades corporales -un contemporáneo judío podría haber dicho: porque estos espacios no satisfacían sus necesidades corporales. Sin embargo, la ciudad antigua no era un monumento a la estabilidad. Ni siquiera el más vinculante de los actos humanos, el ritual, podía garantizar su cohesión.
Es un hábito moderno considerar puramente negativas la inestabilidad social y la insuficiencia personal. La formación del individualismo moderno en general ha pretendido hacer a los individuos autosuficientes, es decir, completos más que incompletos. La psicología habla de individuos centrados, de conseguir la integración y la plenitud del yo. Los modernos movimientos sociales también hablan ese lenguaje, como si las comunidades tuvieran que llegar a ser como los individuos, coherentes y completas. En Nueva York, los dolores de haber quedado fuera o atrás han modulado este lenguaje individualcomunitario. Los grupos raciales, étnicos y sociales adoptan actitudes introspectivas para dotarse de coherencia y recobrarse. La experiencia psicológica del desplazamiento, de la incoherencia -el ámbito de lo que el psicoanalista Robert Jay Lifton denomina un «yo proteico»parecería sólo una receta para ahondar esas heridas sociales 13.
Sin embargo, sin experiencias significativas de autodesplazamiento, las diferencias sociales se refuerzan gradualmente porque el interés en el Otro se apaga. Freud aplicó al cuerpo esta verdad sociológica en Más allá del principio del placer, el breve ensayo que publicó en 1920. En él contrasta el placer corporal en plenitud y equilibrio con una experiencia corporal más centrada en la realidad y que trasciende ese placer. El placer, escribió Freud, «tiene su origen en una tensión displaciente ... [y) su último resultado coincide con una aminoración de dicha tensión» 14. El placer, por lo tanto, no es similar a la excitación sexual, que implica una perturbación estimuladora de los sentidos, sino que busca regresar a un estado que Freud comparó en última instancia al bienestar de un feto en el vientre, seguro e ignorante del mundo. Bajo el dominio del principio del placer, el individuo desea descomprometerse.
Freud nos habla como un realista mundano más que como un asceta religioso porque sabe que el deseo de comodidad expresa una necesidad biológica profunda. «Para el organismo vivo, la defensa contra las excitaciones -escribe- es una función casi más importante que la recepción de las mismas» 15. Pero si predomina la protección, si el cuerpo no está abierto a crisis periódicas, el organismo acaba enfermando por falta de estímulo. El impulso moderno de buscar la comodidad, afirma Freud, es extremadamente peligroso para los seres humanos. Por lo tanto, las dificultades que intentamos evitar no desaparecen.
¿Qué puede vencer el impulso de retirarse a una situación placentera? En Más allá del principio del placer, Freud contempló dos vías. En la primera, a la que denominó el «principio de realidad», una persona se enfrenta a dificultades físicas o emocionales meramente con su fuerza de voluntad. Bajo el influjo del principio de la realidad, una persona resuelve conocer el «desplacer» 16. Ese «desplacer» exige valor en la vida cotidiana. Pero Freud es también realista porque sabe que el principio de realidad no es una fuerza muy poderosa y que el valor es raro. La otra derrota del placer es más segura y más duradera. En el curso de la experiencia de una persona, escribe, «algunos instintos o parte de ellos demuestran ser incompatibles, por sus fines o aspiraciones, con los demás» 17. El cuerpo se siente en estado de guerra consigo mismo, se excita, pero las incompatibilidades del deseo son demasiado grandes para ser resueltas o ignoradas.
Ésa es la tarea de la civilización: nos enfrenta, frágiles como somos, con experiencias contradictorias que no pueden ser soslayadas y que, por lo tanto, nos hacen sentirnos incompletos. Pero precisamente en ese estado de «disonancia cognitiva» -para utilizar el término de un crítico posterior- los seres humanos comienzan a centrarse, a atender, a explorar y a comprometerse en el ámbito donde el placer de la plenitud es imposible. La historia de la ciudad occidental registra una larga lucha entre esta posibilidad civilizada y el esfuerzo para crear poder además de placer mediante prototipos de plenitud. Los prototipos del «cuerpo» han realizado la obra del poder en el espacio urbano. Los atenienses y los romanos paganos hicieron uso de tales prototipos. En la evolución de la tradición judeo-cristiana, el viajero espiritual volvió al centro urbano, donde-su cuerpo sufriente se convirtió en una razón para la sumisión y la mansedumbre, convirtiéndose el cuerpo espiritual en carne y piedra. En el amanecer de la moderna era científica, el centro proporcionó un nuevo prototipo del «cuerpo» -un mecanismo de circulación cuyo centro era la bomba cardíaca y los pulmones- y esta imagen científica del cuerpo evolucionó socialmente para justificar el poder del individuo sobre las pretensiones de sistema político.
Sin embargo, como he intentado mostrar, este legado contiene profundas contradicciones y tendencias internas. En la ciudad ateniense, el prototipo de la desnudez masculina no podía controlar plenamente o definir los cuerpos vestidos de las mujeres. El centro romano constituyó el foco mítico de la ficción de la continuidad y la coherencia de Roma; las imágenes visuales que expresaban esta coherencia se convirtieron en instrumentos de poder. Sin embargo, si en el centro democrático, el ciudadano ateniense se convirtió en esclavo de la voz, en el centro imperial el ciudadano romano se convirtió en esclavo de la mirada.
Cuando el cristianismo primitivo se arraigó en la ciudad, se adaptó a esta tiranía visual y geográfica tan antitética de la condición espiritual del pueblo errante de la Palabra y la Luz judeo-cristianas. El cristianismo se reconcilió con los poderes del centro urbano dividiendo su imaginación visual en dos, interior y exterior, espíritu y poder.
El ámbito de la ciudad exterior no pudo vencer plenamente la necesidad de fe de la ciudad interior del alma. Las ciudades cristianas de la Edad Media continuaron experimentando este centro dividido, ahora construido en piedra, como las diferencias entre el santuario y la calle. Sin embargo, ni siquiera podía dominar la calle el cuerpo de Cristo, que por la imitación debía gobernar la ciudad cristiana.
Tampoco pudo mantenerse el centro mediante actos de purificación. El impulso de expiar y limpiar el contaminado cuerpo cristiano que impulsó la segregación de los judíos y de otros cuerpos impuros en la Venecia cristiana no pudo restaurar su centro espiritual. Ni pudieron las ceremonias de la Revolución dar congruencia a ese centro. El impulso de eliminar obstáculos, de crear un espacio transparente de libertad en el centro urbano del París revolucionario, se convirtió en mera vaciedad y en apatía inducida, lo que contribuyó a frustrar las ceremonias que tenían la finalidad de llevar a cabo una transformación cívica duradera. No puede decirse que el prototipo moderno del cuerpo individual e independiente haya terminado en un triunfo. Ha terminado en la pasividad.
En las fisuras y contradicciones de los prototipos del cuerpo en el espacio han surgido momentos y ocasiones para la resistencia -la resistencia dignificante de las Tesmoforias y de las fiestas de Adonis, los rituales del comedor y del baño en la casa cristiana, y de la noche en el gueto-, rituales que, si bien no destruyeron el orden dominante, crearon una forma más compleja de vida para los cuerpos que el orden dominante buscaba formar a su propia imagen. En nuestra historia, las relaciones complejas entre el cuerpo y la ciudad han llevado a los individuos más allá del principio del placer, como lo describió Freud. Han sido cuerpos turbados, cuerpos inquietos, cuerpos agitados. ¿Cuánta disonancia y desazón pueden soportar las personas? Durante dos mil años soportaron mucha en lugares a los que estaban profundamente ligados. Podríamos considerar esta activa vida física mantenida en un centro inefectivo como un indicio de nuestra condición actual.
Al final, esta tensión histórica entre dominio y civilización nos plantea cuestiones acerca de nosotros mismos. ¿Cómo saldremos de nuestra pasividad corporal? ¿Dónde está la fisura de nuestro sistema? ¿ De dónde vendrá nuestra liberación? Se trata, insisto en ello, de una cuestión particularmente acuciante para una ciudad multicultural, aunque no esté en el discurso habitual de los agravios y los derechos de cada grupo. Porque sin una percepción alterada de nosotros mismos, ¿qué nos impulsará a la mayoría de nosotros -que no somos
personajes heroicos que llaman a la puerta de antros de la droga- a volvemos hacia fuera en busca de los demás, a experimentar al Otro?
Toda sociedad necesita fuertes sanciones morales para que la gente tolere, y no digamos ya experimente de manera positiva, la dualidad, la insuficiencia y la alteridad. Esas sanciones morales surgieron en la civilización occidental a través de los poderes de la religión. Losrituales religiosos vincularon, en la expresión de Peter Brown, el cuerpo a la ciudad. Un ritual pagano como las Tesmoforias lo consiguió sacando literalmente a las mujeres de los límites de la casa a un espacio ritual donde hombres y mujeres se enfrentaban con las ambigliedades sexuales encerradas en el significado de la ciudadanía.
Sería un disparate sostener, de una manera utilitaria, que necesitamos de nuevo el ritual religioso para volvemos al exterior, y la historia de los espacios rituales de la ciudad no nos permite creer en una idea tan instrumental. Cuando el mundo pagano desapareció, el cristiano encontró en la creación de espacios rituales una nueva vocación espiritual, una vocación de trabajo y autodisciplina que acabó dejando su huella sobre la ciudad como lo había hecho anteriormente sobre el santuario rural. La gravedad de estos espacios rituales residía en el cuidado de los cuerpos doloridos y en el reconocimiento del sufrimiento humano que se halla inseparablemente unido a la ética cristiana. Por una terrible ironía del destino, cuando las comunidades cristianas descubrieron que tenían que vivir con los que eran diferentes, impusieron esta doble percepción del lugar y de las cargas del cuerpo sufriente a aquellos a quienes oprimían, como fue el caso de los judíos venecianos.
La Revolución francesa representó de nuevo este drama cristiano hasta el final, aunque no lo repitió. El entorno físico en el que la Revolución impuso el sufrimiento, y en el que los revolucionarios intentaron recuperar una figura maternal que incorporara y transformara sus propios sufrimientos, había perdido la especificidad y densidad del lugar. El cuerpo sufriente se desplegó en un esp~cio vacío, un espacio de libertad abstracta sin una conexión humana duradera.
El drama de los rituales revolucionarios también fue un eco del drama pagano, el intento profundamente arraigado en la vida antigua de desplegar el ritual para orientado al servicio de los oprimidos y negados. En el Champ de Mars volvió a fracasar este intento de concebir un ritual. La antigua creencia de que el ritual «procede de
otro lugar» ahora parecía significar que sus poderes estaban más allá de lo concebible, más allá de la acción humana, inspirado por fuerzas que trascendían los poderes de una sociedad humana y civilizada.
Por lo tanto, el intento se dirigió a la configuración del placer, en forma de comodidad, inicialmente para contrarrestar la fatiga y aliviar la carga del trabajo. Pero esta potencialidad, que permitiría descansar al cuerpo, vino también a aliviar su peso sensorial, suspendiéndole en una relación cada vez más pasiva con su entorno. La trayectoria del placer tal y como se concibió condujo al cuerpo humano a un descanso cada vez más solitario,
Si es posible la fe en la movilización de los poderes de la civilización contra los del dominio, ésta radica en aceptar exactamente lo que esta soledad intenta evitar: el dolor, la clase de dolor vivido que mi amigo mostró en el cine. Su mano destrozada sirve de testigo, El dolor vivido es un testimonio de que el cuerpo trasciende el poder de la sociedad para definir; los significados del dolor son siempre incompletos en el mundo. La aceptación del dolor se halla en un ámbito exterior al orden que los seres humanos crean en el mundo. Wittgenstein dio testimonio del dolor en el pasaje citado al principio de este estudio. En una obra magistral, The Body in Pain, la filósofa Elaine Scarry parte de la idea de Wittgenstein. «Aunque la capacidad de experimentar dolor físico es un dato tan fundamental del ser humano como la capacidad de oír, de tocar, de desear -escribe-, [el dolor es diferente} de cualquier otro hecho corporal y psíquico, porque no cuenta con'ningun objeto en el mundo exterior» 18.
Los grandes volúmenes que aparecen en los planos de Boullée marcan el punto en el que la sociedad secular perdió contacto con el dolor. Los revolucionarios creían que podían llenar un volumen vacío, libre 'de los obstáculos y restos del pasado, con significados humanos, que un espacio sin obstrucciones podía servir a las necesidades de una nueva sociedad. El dolor podía eliminarse eliminando el lugar. Esta misma supresión ha servido posteriormente para favorecer la huida individual más que el acercamiento a los demás. La Revolución francesa señaló así una profunda ruptura en la concepción del dolor de nuestra civilización. David colocó el cuerpo que sufría en el mismo espacio que ocupaba Marianne: un espacio vacío, desamparado, un cuerpo a solas con su dolor -y ésa es una condición insoportable.
Entre los problemas cívicos de una ciudad multiculrural está la dificultad moral de estimular la simpatía hacia los que son Otros. Y esto sólo puede ocurrir si se entiende por qué el dolor corporal exige un lugar en el que pueda ser reconocido y en el que sus orígenes trascendentes sean visibles. Semejante dolor tiene una trayectoria en la experiencia humana. Desorienta y hace incompleto al individuo, vence el deseo de coherencia. El cuerpo que acepta el dolor está en condiciones de convertirse en un cuerpo cívico, sensible al dolor de otra persona, a los dolores presentes en la calle, perdurable al fin -aunque en un mundo heterogéneo nadie puede explicar a los demás qué siente, quién es. Pero el cuerpo sólo puede seguir esta trayectoria cívica si reconoce que los logros de la sociedad no aportan un remedio a su sufrimiento, que su infelicidad tiene otro origen, que su dolor deriva del mandato divino de que vivamos juntos como exiliados.