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Dos nuevos articulos que pretenden complementar lo propuesto por el texto de Jose Luis Pardo. Nunca fue tan hermosa la basura.

jueves, 22 de febrero de 2007

Aparte de Walkscapes

Aparte del libro. Walkscapes
El andar como práctica estética

Francesco Careri
Paginas 18-27
Ed. Gustavo Gili


Walkscapes


La lista de la página opuesta incluye una serie de acciones que sólo recientemente han entrado a formar parte de la historia del arte, y que podrían convertirse en un útil instrumento estético con el cual explorar y transformar los espacios nómadas de la ciu­dad contemporánea. Antes de levantar el menhir -llamado en egipcio benben, 'la pri­mera piedra que surgió del caos'-, el hom­bre poseía una manera simbólica con la cual transformar el paisaje. Esta manera era el andar, una acción fatigosamente aprendida durante los primeros meses de vida, que se convertiría más tarde en un acto que dejaba de ser consciente y pasaba a ser natural, au­tomático. A través del andar el hombre em­pezó a construir el paisaje natural que lo ro­deaba. Y a través del andar se han confor­mado en nuestro siglo las categorías con las cuales interpretamos los paisajes urbanos que nos rodean.













Menhir


Errare humanum est. ..
La acción de atravesar el espacio nace de la necesidad natural de moverse con el fin de encontrar alimentos e informaciones indispensables para la propia supervivencia. Sin embargo, una vez satisfechas las exigencias primarias, el hecho de andar se convirtió en una acción simbólica que permitió que el hombre habitara el mundo. Al modificar los significados del espacio atravesado, el reco­rrido se convirtió en la primera acción estéti­ca que penetró en los territorios del caos, construyendo un orden nuevo sobre cuyas bases se desarrolló la arquitectura de los objetos colocados en él. Andar es un arte que contiene en su seno el menhir, la escultura, la arquitectura y el paisaje. A partir de este simple acto se han desarrollado las más im­portantes relaciones que el hombre ha esta­blecido con el territorio.

La trashumancia nómada, considerado por lo general como el arquetipo de cualquier recorrido, constituye en realidad un desarro­llo de las interminables batidas de caza del paleolítico, cuyos significados simbólicos fue­ron traducidos por los egipcios por medio del Ka, el símbolo del eterno errar. El errar primitivo ha continuado vivo en la religión (el recorrido en tanto que mito) así como en las formas literarias (el recorrido en tanto que narración), transformándose de ese modo en recorrido sagrado, danza, peregri­nación o procesión. Sólo en el siglo xx, al desvincularse de la religión y de la literatura, el recorrido ha adquirido el estatuto de puro acto estético. En la actualidad podríamos construir una historia del andar como forma de intervención urbana, que contiene los significados simbólicos de aquel acto creati­vo primario: el errar en tanto que arquitec­tura del paisaje, entendiendo por 'paisaje' el acto de transformación simbólica, y no sólo física, del espacio antrópico.

Bajo esta perspectiva he profundizado en tres importantes momentos de transición de la historia del arte -todos ellos absolutamen­te advertidos por los historiadores- cuyo punto de inflexión ha sido una experiencia relacionada con el andar. Se trata de la tran­sición del dadaísmo al surrealismo (1921-­1924), la de la Internacional Letrista a la Internacional Situacionista (1956-1957), Y la del minimalismo al land art (1966-1967). Al analizar dichos episodios se llega con clari­dad a una historia de la ciudad recorrida que va de la ciudad banal de Dada hasta la ciudad entrópica de Robert Smithson, pasan­do por la ciudad inconsciente y onírica de los surrealistas y por la ciudad lúdica y nómada de los situacionistas. La ciudad descubierta por los vagabundeas de los artistas es una ciudad líquida, un líquido amniótico donde se forman de un modo espontáneo los espacios otros, un archipiélago urbano por el que navegar ca­minando a la deriva: una ciudad en la cual los espacios del estar son como las islas del in­menso océano formado por el espacio del andar.

Anti-Walk
Saint-Julien-le-Pauvre
PRIMERA VISITA DADAISTA
El acto de andar ha sido experimentado du­rante las primeras décadas del siglo xx como una forma de anti-arte. En 1921 Dada orga­niza en París una serie de "visitas-excursio­nes" a los lugares más banales de la ciudad.
Es la primera vez que el arte rechaza los lu­gares reputados con el fin de reconquistar el espacio urbano. La "visita" constituye uno de los instrumentos escogidos por Dada para hacer realidad una superación del arte que deberá actuar como hilo conductor de la comprensión de las vanguardias posteriores. En 1924 los dadaístasm parisinos organizan un vagabundeo a campo abierto. Entonces des­cubren en el andar un componente onírico y surreal, y definen dicha experiencia como una "deambulación", una especie de escritura automática en el espacio real capaz de revelar las zonas inconscientes del espacio y las partes oscuras de la ciudad. A principios de los años cincuenta, la Internacional Letrista, en res­puesta al deambular surrealista, empieza a construir aquella Teoría de la deriva que en 1956, en Alba, entrará en contacto con el universo nómada. En 1957, Constant proyec­ta un campamento para los gitanos de Alba, mientras Asger Jorn y Guy Debord presentan las primeras imágenes de una ciudad basada en la dérive. La deriva urbana letrista se transforma en construcción de situaciones mediante la experimentación de las conduc­tas lúdico-creativas y de los ambientes unita­rios. Constant reelabora la teoría situacionis­ta con el fin de desarrollar la idea de una ciudad nómada -New Babylon-, trasladando el tema del nomadismo al ámbito de la ar­quitectura y sentando con ello las bases de las vanguardias radicales de los años poste­riores.

GUY DEBORD,
(guía Psicogeografica de Paris )
mapa,1957

land Walk
Durante la segunda mitad del siglo xx se considera el andar como una de las formas que los artistas utilizan para intervenir en la naturaleza. En 1966 aparece en la revista Artforum el relato del viaje de Tony Smith por una autopista en construcción. Este texto da origen a una polémica entre los crí­ticos modernos y los artistas minimalistas. Algunos escultores empiezan a explorar el tema del recorrido, primero como objeto, más tarde en tanto que experiencia. El land art revisita a través del andar los orígenes ar­caicos del paisajismo y de las relaciones entre arte y arquitectura, haciendo que la es­cultura se reapropie de los espacios y los me­dios de la arquitectura. En 1967 Richard Long realiza A Line Made by Walking, una línea dibujada hollando la hierba de un prado. Su acción deja una traza en el suelo, el objeto escultórico se encuentra completa­mente ausente, el hecho de andar se con­vierte en una forma artística autónoma. El mismo año, Robert Smithson termina A Tour of the Monuments of Passaic. Se trata del pri­mer viaje a través de los espacios vacíos de la periferia contemporánea. Su viaje entre los nuevos monumentos lleva a Smithson a algu­nas consideraciones: la relación entre el arte y la naturaleza ha cambiado; la propia natu­raleza ha cambiado; el paisaje contemporá­neo anteproduce su propio espacio; en las partes oscuras de la ciudad se encuentran los futuros abandonados, generados por la entropía.

Transurbancia

Stalker - laboratorio d'arte urbana - Roma

La lectura de la ciudad actual desde el punto de vista del errabundeo se basa en las “transurbancias" llevadas a cabo por Stalker a partir de 1995 en algunas ciudades europe­as. Perdiéndose entre las amnesias urbanas, Stalker encontró aquellos espacios que Dada había definido como banales, así como aquellos lugares que los surrealistas habían definido como el inconsciente de la ciudad. Las transformaciones, los desechos y la ausencia de control han producido un sistema de espa­cios vacíos (el mar del archipiélago) que pue­den ser recorridos caminando a la deriva, como en los sectores laberínticos de la New Babylon de Constant: un espacio nómada ra­mificado como

un sistema de veredas urbanas que parece haber surgido como producto de la entropía de la ciudad, como uno de los "futuros abandonados" descritos por Robert Smithson. Entre los pliegues de la ciudad han crecido espacios de tránsito, territorios en constante transformación a lo largo del tiempo. En estos territorios es posible supe­rar en estos momentos, la separación mile­naria entre los espacios nómadas y los espa­cios sedentarios.






Spiral Jetty Rozel Point, Great Salt Lake, Utah April, 1970
En realidad, el nomadismo siempre ha vivi­do en ósmosis con el sedentarismo, y la ciu­dad actual contiene en su interior tanto es­pacios nómadas (vacíos) como espacios ­sedentarios (llenos), que viven unos junto a los otros en un delicado equilibrio de inter­cambios recíprocos. La ciudad nómada vive actualmente dentro de la ciudad sedentaria, y se alimenta de sus desechos y a cambio se ofrece su propia presencia como una nueva naturaleza que sólo puede recorrerse habi­tándola.

Al igual que el recorrido errático, la transur­bancia es una especie de pre-arquitectura del paisaje contemporáneo. Por ello, el pri­mer objetivo de este libro es desmentir cual­quier imaginario arquitectónico del no­madismo, y por ende del andar: el menhir, el primer objeto del paisaje a partir del cual se desarrolla la arquitectura, procede de los cazadores del paleolítico y de los pastores nómadas. El paisaje entendido como una ar­quitectura del vacío es una invención de la cul­tura del errabundeo. Tan sólo en los últimos diez mil años de vida sedentaria hemos pasa­do de la arquitectura del espacio vacío a la arquitectura del espacio lleno.

El segundo objetivo del libro es comprender la ubicación del recorrido en la historia de los arquetipos arquitectónicos. Con este fin he realizado una incursión en las raíces de la relación entre el recorrido y la arquitectura, y por ende entre el errabundeo y el menhir, en una era en la cual la arquitectura no exis­tía todavía como construcción física del es­pacio, sino tan sólo -en el interior del reco­rrido- como construcción simbólica del territorio.

Por una nueva expansión de campo
El término 'recorrido' se refiere al mismo tiempo al acto de atravesar (el recorrido como acción de andar), la línea que atravie­sa el espacio (el recorrido como objeto ar­quitectónico) y el relato del espacio atravesa­do (el recorrido como estructura narrativa). Aquí queremos proponer el recorrido como una forma estética disponible para la arqui­tectura y el paisaje. En nuestro siglo, el redescubrimiento del recorrido tuvo lugar pri­mero en el terreno literario (Tristan Tzara, .André Breton y Guy Debord eran escrito­res), luego en el terreno de la escultura (Carl Andre, Richard Long y Robert Smithson son escultores). En el terreno de la arquitectura, el recorrido llevó a buscar en el nomadismo los fundamentos históricos de la anti-arquitectura radical, pero todavía no ha encontrado un desarrollo positivo. Algunos campos disciplinares han realizado por medio del recorrido una "expansión de campo" propia (Rosalind Krauss) con el fin de enfrentarse a sus propios límites.

Recorriendo los márgenes de sus propias disciplinas, muchos artistas han intentado no caer en el abismo de la negación, abier­to conscientemente por Dada a principios del siglo xx, intentando superarlo. Breton convirtió el anti-arte de Dada en el surrea­lismo por medio de una expansión hacia la psicología. Partiendo de nuevo de Dada, los situacionistas se propusieron convertir el anti-arte en una disciplina unitaria (l'urba­Ilisme unitaire) por medio de una expansión hacia la política. El land art convirtió el ob­jeto escultórico en una construcción del te­rritorio por medio de una expansión hacia el paisaje y la arquitectura.

Se ha observado en numerosas ocasiones que durante los últimos años, la disciplina arquitectónica ha expandido su propio campo hacia la escultura y el paisaje. En esta dirección cabe situar también la acción de recorrer el espacio, entendida ya no como una manifestación del anti-arte, sino como una forma estética que ha alcanzado el esta­tuto de disciplina autónoma. Actualmente la arquitectura podría expandirse hacia el campo del recorrer los espacios públicos me­tropolitanos, con el fin de investigarlos, de hacerlos visibles. Con ello no quiero incitar a los arquitectos y los paisajistas a abandonar las mesas de dibujo y ponerse la mochila de la transurbancia nómada, ni a teorizar la au­sencia absoluta de recorridos para permitir que el ciudadano se extravíe, aunque muy a menudo el errar podría ser considerado como un valor más que como un error. Quiero señalar más bien que el andar es un instrumento estético capaz de describir y de modificar aquellos espacios metropolitanos que a menudo presentan una naturaleza que debería comprenderse y llenarse de significados, más que proyectarse y llenarse de cosas. A partir de ahí, el andar puede convertirse en un instrumento que, precisamente por su ca­racterística intrínseca de lectura y escritura simultáneas del espacio, resulte idóneo para prestar atención y generar unas interaccio­nes en la mutabilidad de dichos espacios, para intervenir en su constante devenir por medio de una acción en su campo, en el qui ed ora de sus transformaciones, compartien­do, desde su interior, las mutaciones de aquellos espacios que ponen en crisis el pro­yecto contemporáneo. En la actualidad, la arquitectura es capaz de transformar el reco­rrido que lleva de la anti-arquitectura al ex­pediente, expandir su propio campo de ac­ción disciplinar hacia campos vecinos, dar un paso más en la dirección del recorrido. Las páginas que siguen quieren ser una con­tribución en dicha dirección.




Centro de Medellín 2006
fotografia Camilo Restrepo Villa.Cortesia.



Cerro Nutibara Diciembre-2005
fotografia Camilo Restrepo Villa. Cortesia.

sábado, 17 de febrero de 2007

LA REVOLUCIÓN DE LA MIRADA

Edgar Allan Poe, El hombre de la multitud
Estados Unidos: 1809-1849

Con razón se ha dicho de cierto libro alemán que es "lässt sich nicht lesen" (que no se deja leer). De igual modo existen algunos secretos que no se dejan descubrir. Hay hombres que mueren por la noche en sus camas, estrechando las manos de sus espectrales confesores y mirándoles con ojos lastimeros. Que mueren con la desesperación en el alma y opresiones en la garganta que no permiten ser descritas. De vez en cuando, la conciencia humana soporta cargas de un horror tan pesado que sólo pueden arrojarse en la misma tumba. De este modo, la mayoría de las veces queda sin descubrir el fondo de los crímenes.
No hace mucho tiempo, al declinar el día de una tarde otoñal, me encontraba yo sentado junto a la gran cristalera en rotonda del café D..., en Londres. Había pasado varios meses enfermo, pero ahora me hallaba convaleciente y al recuperar las fuerzas me sentía en uno de esos felices estados de ánimo que constituyen precisamente, el reverso del tedio; estados de ánimo de una gran agudeza, cuando la película de la visión mental desaparece y el intelecto electrificado sobrepasa con mucho su condición normal, del mismo modo que la razón viva y la voz pura de Leibniz supera ]a retórica débil y confusa de las Geórgicas. Simplemente respirar era una delicia y obtenía un placer positivo incluso de las fuentes que originariamente lo son de dolor. Me sentía tranquilo y con un profundo interés por todo. Con un cigarro en la boca y un periódico sobre bis rodillas, había estado distrayéndome gran parte de la tarde, ora recorriendo los anuncios, ora observando la mezclada concurrencia del establecimiento, sin dejar, de vez en cuando, de atisbar la calle a través de los ventanales empuñados por el humo. Esta última era una de las vías principales de la ciudad y durante todo el día rebosaba de animación.


Pelicula. La ventana indiscreta, Alfred Hitchcock

Conforme iba haciéndose de noche, el gentío aumentaba. Cuando se encendieron las luces, dos densas y continuas corrientes de transeúntes comenzaron a entrar y salir del establecimiento. Nunca mg había encontrado en una situación como aquélla y, por tanto, aquel mar tumultuoso de cabezas humanas me llenaba de una emoción deliciosamente nueva. Dejé de prestar atención a lo que sucedía en el interior del hotel para absorberme de lleno en la contemplación del exterior. Al principio mis observaciones adoptaron un cariz abstracto y general. Miraba a los transeúntes en masa y pensaba en ellos como formando una unidad amalgamada por sus características comunes. Pronto, sin embargo, descendí a los detalles y observé con minucioso interés las innumerables variedades de tipos, vestidos, aires, portes, aspectos y fisonomías.

La gran mayoría de los que pasaban tenían el aire satisfecho de gente ocupada y su única preocupación parecía ser la de abrirse paso entre la muchedumbre. Llevaban las cejas fruncidas y volvían sus ojos rápidamente en todas direcciones. Cuando eran empujados por otros transeúntes no daban el menor signo de impaciencia, sino que se componían un poco la ropa y continuaban su camino. Otros, todavía una gran mayoría, se movían intranquilos, mostraban el rostro enrojecido y hablaban gesticulando consigo mismo, como si precisamente se encontraran aislados por la misma densidad de la concurrencia que les rodeaba. Cuando se veían obstaculizados en su avance, esta gente dejaba pronto de murmurar para sí, pero doblaban sus gestos y esperaban con una, sonrisa ausente e inexpresiva en los labios el paso de las personas que impedían el suyo. Si les empujaban, se disculpaban con una inclinación ante los mismos que les habían empujado y parecían abrumados por la confusión. En estos dos grupos que he señalado no había nada especialmente característico. Sus prendas de vestir pertenecían a esa clase que se ha dado en llamar, decente. Sin lugar a dudas, se trataba de familias distinguidas: comerciantes, abogados, hombres de negocios, rentistas, los eupátridas y la clase media de la población, gente empleada y gente ocupada en sus mismos negocios. Todos ellos no llamaban demasiado la atención.
La tribu de los empleados era inconfundible, y yo en este punto distinguía dos grupos muy marcados. Por un lado, los jóvenes empleados de casas florecientes, jóvenes de chaquetas ajustadas, botines brillantes, cabello engomado y labios desdeñosos. Dejando aparte un cierto empaque que yo me atrevía a llamar de mesa de despacho, a falta de otra palabra, las maneras de esta clase de personas me parecían un exacto facsímil de las que se habían considerado como la perfección del buen tono cerca de doce o dieciocho meses antes. Usaban la gracia de desecho de la aristocracia, y ésta, pienso, puede ser la mejor definición de los mismos.
Los altos empleados de firmas sólidas resultaban inconfundibles. Se les conocía por sus chaquetas y pantalones blancos o marrones, diseñados para sentarse cómodamente, con corbatas negras y chalecos del mismo color, zapatos anchos y de sólida apariencia. Todos eran algo calvos y sus erguidas orejas, a causa de sostener los palilleros, habían adquirido el hábito de separarse en sus extremidades superiores. Me di cuenta de que al quitarse o ponerse el sombrero, siempre utilizaban las dos manos y que usaban relojes de cortas cadenas de oro de un modelo sólido y anticuado. Tenían la afectación de la respetabilidad, si es que realmente puede existir una afectación tan honorable.

Había muchos individuos de aspecto osado a quienes pronto reconocí como pertenecientes a la raza de los rateros elegantes que infestan todas las grandes ciudades. Vigilé con atención a esta calaña y me resultó difícil imaginar cómo podrían ser confundidos por caballeros por los mismos caballeros. Los puños de sus camisas, demasiado salientes, y sus aires de excesiva franqueza, habrían bastado para delatarlos.
Los tahúres, de los que identifiqué no pocos, eran todavía más fáciles de reconocer. Usaban gran variedad de trajes, desde el tramposo camorrista con chaleco de terciopelo, corbata de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el clérigo expulsado, tan parcamente vestido que nadie podía estar más alejado de sospechar de él. Todos, no obstante, se distinguían por cierto color moreno de su curtido cutis, por un apagamiento de los ojos y por la palidez de sus labios apretados. Además, había también otros dos rasgos, por los cuales yo siempre los distinguía: una tonalidad baja y cautelosa en la conversación y un pulgar excesivamente estirado, hasta formar ángulo recto con los demás dedos.
Muy a menudo, en compañía de aquellos pícaros, he observado otra clase de hombres algo diferentes en sus costumbres, pero, en definitiva, pájaros del mismo plumaje. Se les podría definir como caballeros que viven del cuerno. Parecen dividirse en dos batallones para devorar al público: el de los dandys y el de los falsos militares. En el primer grupo los rasgos característicos son: cabellos largos y sonrisas; en el segundo, levitas y ceños fruncidos.
Descendiendo en la escala de lo que se llama nobleza, encontré temas de meditación más oscuros y profundos. Vi traficantes judíos con ojos de halcón que brillaban en unas caras cuya única expresión era de abyecta humildad. Porfiados mendigos profesionales que apartaban a los pobres de mejor aspecto y a quienes sólo la desesperación les había lanzado en medio de la noche a implorar caridad. Inválidos débiles y depauperados a quienes la muerte había señalado con su mano y que se retorcían y se tambaleaban entre la muchedumbre, mirando suplicantes a todas partes como en busca de alguna posibilidad de consuelo, de alguna esperanza perdida. Modestas jóvenes que volvían de una larga y prolongada labor, hacia un hogar sin alegría y que retrocedían, más temerosas que indignadas, ante las miradas de los rufianes, cuyo contacto directo no podían evitar a pesar suyo. Prostitutas de todo género y edad: inequívocas bellezas en toda la flor de su feminidad que hacían recordar la estatua de Luciano, estatuas cuya superficie era como el mármol de Paros y cuyo interior estaba lleno de inmundicias; la repulsiva, completamente hundida en el fango; la arrugada y pintarrajeada bruja que intenta una última apariencia de juventud; la que es todavía una niña de formas sin modelar, pero que ya está entregada a las terribles coqueterías de su tráfico y ardiendo con feroz ambición por verse colocada al nivel de las mayores en el vicio... Borrachos innumerables e indescriptibles, unos harapientos y llenos de remiendos, haciendo eses, desarticulados, con caras tumefactas y ojos empañados; vestidos otros con trajes, aunque ya ajados y sucios, de aire fanfarrón y caras rubicundas, llevando los que en su día debieron ser buenos y que entonces estaban escrupulosamente bien cepillados; hombres que caminan con paso que resulta de una firmeza y elasticidad fuera de lo común, pero cuyos rostros están espantosamente pálidos y cuyos ojos brillan feroces y enrojecidos mientras procuran asirse con manos temblorosas a cualquier objeto que encuentren a su alcance... Junto a todos éstos, pasteleros, recaderos, cargadores de carbón, barrenderos, organilleros, domadores de monos, vendedores de canciones, artistas andrajosos y obreros cansados de todas clases; y todo este turbión moviéndose en medio de un recinto ensordecedor y de una desordenada vivacidad, que irritaba el oído con sus discordancias y producía una sensación dolorosa en los ojos.
A medida que la noche se hacía más profunda, más profundo se hacía en mí el interés por la escena, Rues cambiaba el carácter de la multitud, desapareciendo los aspectos más nobles al retirarse gradualmente la gente más ordenada, y se iban poniendo de relieve los aspectos más duros y groseros a medida que la última hora sacaba de sus guaridas a toda clase de seres abyectos y degradados. Pero la luz de los faroles de gas, débiles en un principio por tener que luchar con la luz del día, cobraban finalmente mayor vigor y arrojaba sobre todo una luz dominante. La oscuridad resultaba tan espléndida como ese ébano comparable con el estilo de Tertuliano. Los raros aspectos de la luz me encadenaban a examinar los rostros de los individuos, y aunque la rapidez con que pasaban ante el ventanal me impidiera echar más de una ojeada sobre cada rostro, me parecía que, dado mi peculiar estado mental, podía leer con frecuencia, en el breve intervalo de una mirada, la historia de largos años.

Estaba escudriñando a la multitud con la frente pegada al cristal cuando de pronto apareció ante mi vista el rostro de un anciano de unos sesenta y cinco o setenta años de edad, que inmediatamente atrajo y absorbió toda mi atención a causa de la peculiar idiosincrasia de su expresión.

Jamás había visto otra que se pareciese ni remotamente a ella. Recuerdo bien que mi primer pensamiento al verla fue que si Retsch la hubiera visto, la habría tomado como modelo preferente para sus interpretaciones pictóricas del demonio. Cuando intentaba, durante el - breve minuto de mi primera ojeada, realizar un rápido análisis del significado de aquella expresión, noté surgir, confusas y paradójicas en mi mente, ideas de un vasto poder mental, de cautela, de rnezquindad, de avaricia, de instintos sanguinarios, de maldad, de terror, de alegría y de desesperación intensa y profunda. Me sentí singularmente sobrecogido, espantado y fascinado "¡ Qué historia más extraña ! -me dije a mí mismo-. ¡ Debe estar escrita dentro de su pecho!"

Londres 1900

Entonces me acometió el fuerte deseo de mantener al viejo aquel al alcance de mí vista para saber más cosas de él. Me puse el gabán precipitadamente, cogí el sombrero y el bastón, salí a la calle, abriéndome paso entre la multitud, en la dirección por donde le había visto desaparecer, pues éste ya se había perdido de mi vista. No sin dificultad, al fin volví a verle; me acerqué y le seguí de cerca, aunque con precauciones, para no atraer su atención.

Tuve entonces una buena oportunidad para examinar su persona. Era de baja estatura, muy delgado y de apariencia débil. En conjunto, sus ropas estaban sucias y andrajosas, pero cuando algunas veces pasaba debajo de la luz de algún farol, pude darme cuenta de que su ropa blanca, aunque manchada, era de buen género, y si mi vista no me engañó, a través de un desgarrón del capote que le envolvía entreví el refulgir de un brillante puñal. Estas observaciones avivaron mi curiosidad y decidí seguir al desconocido donde fuera.

Había cerrado ya la noche y sobre la ciudad caía una densa niebla, que no tardó en convertirse en una lluvia constante y copiosa. Este cambio de tiempo produjo un raro efecto sobre la multitud, que se agitó toda ella inmediatamente con una nueva conmoción y quedó un poco oculta por una nube de paraguas. La oleada, los empellones y el zumbido aumentaron diez veces más. Por mi parte no me fijé mucho en la lluvia, ya que conservaba el ardor de una fiebre que corría por mis venas y que hallaba alivio con la humedad, aun cuando resultara un tanto peligroso. Me anudé un pañuelo alrededor del cuello y continué la marcha. Durante media hora, el viejo continuó abriéndose camino con dificultad por la gran calle, mientras yo le seguía pisándole materialmente los talones por miedo a perderle de vista.

Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia atrás. Luego se metió por una bocacalle, que aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la principal que había abandonado. Entonces se produjo un cambio visible en su proceder. Caminaba mucho más despacio y con menos decisión que antes; vacilando continuamente, cruzó y volvió a cruzar la calle sin motivo aparente y la multitud se hizo tan espesa que a cada uno de sus movimientos me veía obligado a seguirle más de cerca. La calle era larga y estrecha y su andar se prolongó casi una hora, durante la cual, los transeúntes habían disminuido gradualmente hasta reducirse al número de los que circulan al mediodía en Broadway cerca del parque, ya que tal es la diferencia existente entre la población londinense y la de la ciudad americana más poblada.

Una segunda desviación nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. Allí el desconocido volvió a adquirir su anterior actitud. Hundió el mentón sobre su pecho, mientras sus ojos giraban con fiereza bajo sus cejas fruncidas, en todas direcciones, atisbando a todos los que le rodeaban. Apresuró su paso con firmeza, pero me sorprendió, sin embargo, que cuando hubo dado la vuelta a la plaza retrocediese sobre sus pasos. Fue mayor mi asombro al ver que repetía el mismo paseo varias veces, estando en uno de ellos a punto de descubrirme cuando se volvió con un súbito movimiento.

En tal ejercicio invirtió otra hora, al final de la cual nos encontramos menos obstaculizados por los transeúntes que al principio. Llovía con intensidad, el aire se hacía más frío y la gente se retiraba a sus casas. Con gesto de impaciencia, el vagabundo se metió por una calle relativamente desértica. Bajó por esta que tenía casi media milla de larga, andando con una energía que yo no podía ni siquiera imaginar en un hombre de. tanta edad, y que incluso me puso en un aprieto para seguirle. Después de unos cuantos minutos, nos encontramos en un mercado grande y concurrido que parecía ser cosa conocida del viejo. Éste volvió a adoptar su aire primitivo mientras andaba de arriba abajo, entre compradores y vendedores, sin objeto aparente. Durante la hora y media, o cosa así, que pasamos en aquel lugar me fue precisa mucha reserva para no perderle de vista sin atraer su atención.

Afortunadamente, llevaba yo chanclos de goma y podía andar sin producir el menor ruido. Entraba en una tienda tras otra sin preguntar el precio y sin decir una palabra, contemplando todos los objetos con una mirada extraña y ausente. Estaba yo muy asombrado de su forma de proceder y tenía la firme decisión de no separarme de él hasta haber satisfecho en alguna medida la curiosidad que me inspiraba. Un reloj de sonoras campanadas dio las once y todo el mundo abandonó el mercado. Al bajar el cierre, un tendero dio un codazo al viejo y en el mismo momento vi que se estremecía. Se precipitó a la calle, miró ansiosamente a su alrededor durante un instante y luego corrió con gran velocidad por las numerosas y tortuosas callejuelas, hasta que llegamos una vez más a la gran calle de donde habíamos partido, la del café .... Sin embargo, no ofrecía el mismo aspecto de antes. Todavía estaba brillantemente iluminada con gas, pero la lluvia caía pesadamente y se veían muy pocas personas. El desconocido se puso pálido; dio pensativo unos pasos por la antes populosa avenida, y luego, exhalando un fuerte suspiro, torció en dirección al río, para ádentrarse en una serie de calles apartadas y salir al fin frente a uno de los teatros principales. Estaban cerrando y el público salía apretadamente por las puertas. Vi al viejo abrir la boca como para respirar mientras se precipitaba entre el gentío; me parecía que la intensa angustia que se reflejaba en su cara habíase calmado en cierto modo. Volvió a hundir la cabeza sobre su pecho y apareció tal y como lo había visto la primera vez. Observé que entonces tomaba la misma dirección seguida por el público... No podía comprender lo extraño de sus actos.
Escrito- Walter benjamin 1892 – 1940, El flaneur
















A medida que avanzaba, la gente se iba esparciendo. Otra vez hizo visible su malestar e indecisión. Por algún tiempo siguió muy de cerca a un grupo de unos diez o doce alborotadores, pero éstos se fueron separando uno a uno, hasta quedar reducidos a tres en una estrecha y oscura calleja muy poco frecuentada. El extraño se detuvo y por un momento pareció quedar absorto en sus pensamientos. Entonces, con una rapidez muy marcada, prosiguió rápidamente un camino que nos condujo a las afueras de la ciudad, por lugares muy distintos de los que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más sucio de Londres, donde todo parece llevar la marca de la pobreza más deplorable y del crimen más desesperado. A la luz mortecina de un farol veíanse casas de madera, altas, viejas, carcomidas, como tambaleantes, que parecían inclinarse para su inmediata caída, en direcciones tan diversas y caprichosas que apenas se veían pasos entre ellas. Los adoquines estaban colocados al azar, más bien desplazados de su lugar, mientras que en el suelo crecía una profusa maleza. La porquería se acumulaba en las alcantarillas cegadas. Todo el ambiente estaba lleno de desolación. Sin embargo, mientras avanzábamos se reavivaron los ruidos de vida humana, creciendo gradualmente y, por último, nutridos grupos de la especie más baja de la población londinense se movían de arriba, abajo. De nuevo los ánimos del viejo comenzaron a encenderse como una lámpara que está próxima a extinguirse. Una vez más se lanzó hacia delante con un paso elástico. De pronto se volvió en una esquina, un ramalazo de luz cayó sobre nosotros y nos encontramos ante uno de los enormes templos de la intemperancia, uno de los palacios del demonio de la ginebra.

Era casi de día, pero aún se apretujaba un cierto número de miserables beodos, que entraban y salían por la ostentosa puerta. El viejo se adentró con un apagado grito de alegría, recobró su primitiva apariencia y se puso a pasear de arriba abajo, sin objeto aparente. No hacía, sin embargo, mucho tiempo que se dedicaba a ello, cuando un fuerte empujón hacia las puertas reveló que el dueño iba a cerrarlas a causa de la hora. Lo que observé entonces en el rostro del ser singular a quien yo había seguido tan pertinazmente fue algo más intenso que la desesperación. Con todo, no vaciló en su carrera, pero de pronto, con una energía loca, volvió sobre sus pasos al corazón del poderoso Londres. Huyó durante largo rato y rápidamente, mientras yo le seguía cada vez más asombrado, resuelto a no abandonar aquella pesquisa por la que sentía un interés cada vez más absorbente. Salió el sol mientras íbamos andando, y cuando hubimos llegado otra vez al más atestado centro comercial de la populosa ciudad, la ca4le del café .... presentaba ya un aspecto de bullicio y actividad semejante a lo que yo había visto la noche anterior. Y allí, en medio de la confusión que aumentaba por momentos, persistí en mí propósito de perseguir al extraño. Éste, como de costumbre, iba de una parte a otra y durante todo aquel día no salió del torbellino de aquella calle.

Cuando las sombras de la segunda noche iban llegando, me sentí mortalmente cansado, y parándome frente al vagabundo, le miré fijamente a la cara. No pareció darse cuenta de mi presencia y reanudó su paseo, en tanto que yo permanecí absorto en aquella contemplación. "Este viejo -pensé por fin- es el tipo y el genio del crimen profundo. No quiere permanecer nunca solo. Es el hombre entre la multitud. Sería inútil seguirle, pues no lograría averiguar nada sobre él ni sobre sus hechos. El peor corazón del mundo es un libro más repelente aún que el Hortulus Animae y tal vez una de las más grandes mercedes de Dios sea que es lüsst sich nicht lessen, que no se deja leer."

Spencer Platt, Categoria Daily life, World Press Photo

IMAGEN GANADOR DEL WORLD PRESS PHOTO 2006-2007
http://www.worldpressphoto.com/

QUIEN ES EL FLANEUR HOY?



domingo, 11 de febrero de 2007

EL CUERPO. Tema 01 Clase Febrero 5

TOMADO DE CARNE Y PIEDRA
-El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental-
Richard Sennet
Paginas 378-401
Alianza Editorial
CONCLUSIÓN
Cuerpos cívicos
La Nueva York multicultural
1. DIFERENCIA E INDIFERENCIA
Greenwich Village
Como muchos otros, antes de llegar a Greenwich Village, me h~ bía ambientado en las páginas de The Death and dead of the American Cities de Jane Jacobs. Greenwich Village aparece en su famoso libro como la quintaesencia del centro urbano que mezcla a los grupos y estimula a los individuos en su diversidad. Pintaba un cuadro de razas viviendo en total armonía, a diferencia de Harlem o el South Bronx, en una mezcla étnica de italianos, judíos y griegos. Greenwich-­Village era para ella un ágora moderna en el corazón de Nueva York.
El lugar que yo encontré no desmentía sus palabras. Aunque hacia 1970 el Village había perdido a muchos de los hijos de estos emigrantes, que se habían desplazado a los suburbios, la comunidad seguía siendo variada y tolerante. Adolescentes que tenían en sus casas sábanas limpias y lechos calientes dormían en el suelo al aire libre en Washington Square, arrullados por cantantes folk nocturnos, sin ser molestados por los ladrones ni inquietarse por la presencia de quie­nes no tenía otro lugar para dormir. Las casas y calles bien conserva­das del Village contribuían a dar la impresión de que este lugar era diferente del resto del Nueva York y que poseía un fuerte sentimien­to de comunidad entre extraños que vivían con relativa seguridad.






Composición érnica y política de los distritos municipales de Nueva York, c. 1980. Reproducido con permiso de John Hull Mollenkopf, A Phoenix in the Ashes: The Rise and Pall o/ the Koch Coalition in New York City Politics, Princeton UniversityPress, 1992.



El Village sigue siendo hoy un espacio de diferencias. Todavía hay núcleos de familias italianas que sobreviven en MacDougal Street, mezcladas con turistas. Las encantadoras casas de la comunidad aún albergan a gente mayor que ha conservado su vivienda barata y que vive mezclada con recién llegados más jóvenes y con más medios. Desde la época de Jacobs, una considerable comunidad homosexual ha florecido en el extremo occidental del Village, molestada por al­gunos de los turistas pero en relativa armonía con sus vecinos inme­diatos. Los escritores y artistas que siguen viviendo allí vinieron, como yo, cuando los alquileres eran baratos. Somos unos bohemios burgueses envejecidos sobre los que esta variopinta escena actúa como un encantamiento.


Sin embargo, la vista con frecuencia aporta una información social engañosa sobre la diversidad. Jane Jacobs vio a los habitantes del Vi­llage tan estrechamente unidos que parecían haberse fundido. En MacDougal Street, sin embargo, la acción de los turistas consiste principalmente en mirar a otra gente. Los italianos ocupan el piso por encima de las tiendas que se encuentran a la altura de la calle y hablan con sus vecinos de enfrente como si no hubiera nadie debajo. Los hispanos, judíos y coreanos están entremezclados a lo largo de la Segunda Avenida, pero si uno camina por esa avenida, encuentra un palimpsesto étnico en el que cada grupo se mantiene estrechamente vinculado a su propia gente.
La diferencia y la indiferencia coexisten en la vida del Village. El mero hecho de la diversidad no impulsa a las personas a interactuar. En parte ello obedece a que, durante las dos últimas décadas, la di­versidad del Village se ha hecho más cruel, en formas no previstas en el libro de Jacobs. Washington Square se ha convertido en una espe­cie de supermercado de drogas. Los columpios de un parque para ni­ños situado al norte sirven de tienda de heroína, los bancos que hay bajo la estatua de un patriota polaco se usan como expositores de di­ferentes píldoras, mientras que en cada esquina de la plaza se trafica con la cocaína al por mayor. Ya no hay jóvenes que duerman en el parque, y aunque los traficantes y sus escoltas son personajes familia­res para las madres que vigilan a los niños en los columpios o para los estudiantes de la universidad cercana a la plaza, estos criminales pa­recen invisibles para la policía.
En su Historia, Tucídides evaluó la fuerza cívica de Atenas, empa­rejando la oración fúnebre de Pericles con el brote de la peste en Atenas unos meses más tarde. Cuando la plaga moderna del sida apa­reció en las calles del Village no sucedió nada similar al colapso mo­ral descrito por Tucídides. En la parte occidental de la comunidad la extensión de la enfermedad hizo que muchos de los residentes homo­sexuales se comprometieran más políticamente. La respuesta de la maquinaria sanitaria de la ciudad ha sido positiva aunque inadecua­da. Buena parte del arte, el teatro y la danza del West Village se de­dica a explorar el sida.
En el límite oriental del Village, donde se produce la transición a la gran bolsa de pobreza del Lower East Side, la situación es diferente. Aquí se concentran los drogadictos de ambos sexos que han enfermado de sida por compartir jeringuillas y mujeres que lo han contraído por mantener relaciones sexuales como prostitutas. El sida y las drogas se mezclan de una manera más gráfica a lo largo de Rivington Street, un paréntesis de casas abandonadas del Bowery, donde los drogadictos en­cuentran «galerías del chute». Ocasionalmente se puede ver a jóvenes asistentes sociales por Rivington Street, llamando a las puertas cerra­das o a las ventanas tapadas con cartones y ofreciendo jeringuillas lim­pias y gratuitas. Pero los habitantes de Greenwich Village tienden a no molestar a los que van a morir. Toleradas por los ciudadanos, quizás provechosas para la policía, las casas de droga están floreciendo.
Si los habitantes del Village no molestan a la policía de estupefa­cientes, pocos de mis vecinos se sienten inclinados a telefonear sobre los nuevos extraños, sin hogar, que hay en Greenwich Village. Se ha calculado que, durante el verano, casi una de cada doscientas perso­nas que habitan en el centro de Nueva York carece de hogar, lo que sitúa a la ciudad por encima de Calcuta pero por debajo de El Cairo en este particular índice de miseria 2. En Greenwich Village los sin techo duermen en las calles próximas a Washington Square, pero apartados de la ruta de la droga. Durante el día, se ponen a la salida de los bancos. Mi «portero» bancario personal afirma que aunque la gente de Greenwich Village le da menos dinero que en partes más acomodadas de la ciudad, también le causamos menos problemas. Ni más ni menos: aquí la gente deja a los demás en paz.

Durante el desarrollo del individualismo moderno y urbano, el individuo se sumio en el silencio de la ciudad. La calle, el café, el almacen, el ferrocarril, el autobús y el metro se convirtieron en lugares donde prevalecio la mirada sobre el discurso. Cuando. son difíciles de sostener las relaciones verbales entre extraños en la ciudad moderna, los impulsos de simpatía que pueden sentir los individuos de la ciu­dad mirando a su alrededor se convierten a su vez en momentáneos -una respuesta de un segundo al mirar las instantáneas de la vida.
La diversidad del Village funciona de esa manera. Nuestro ágora es meramente visual. No hay ningún lugar donde discutir los estímulos de la vista en calles como la Segunda Avenida, donde puedan confi­gurarse colectivamente en una narración cívica, ni, quizá más lógica­mente, un santuario para las escenas de desolación.del East Village. Por supuesto, Greenwich Village, como cualquier otro lugar de la ciudad, ofrece incontables ocasiones formales en las que nuestros ciu­dadanos expresan sus quejas y protestas de carácter cívico. Pero las ocasiones políticas no se traducen en la práctica social cotidiana de las calles. Además, apenas contribuyen a agrupar la cultura múltiple de la ciudad en torno a propósitos comunes.
Puede ser una perogrullada sociológica afirmar que la gente no abraza la diferencia, que las diferencias crean hostilidad, que lo mejor que se puede esperar es la práctica diaria de la tolerancia. Ello significaría que la estimulanre experiencia personal reflejada en una novela como Howards End no puede ser trasladada de manera más amplia a la sociedad. Sin embargo, Nueva York ha sido durante más de un siglo una ciudad de múltiples culturas, algunas de ellas tan discriminadas como la de los judíos de la Venecia renacentista. Decir que la diferencia provoca inevitablemente un repliegue mutuo signi­fica decir que una ciudad multicultural de ese tipo no puede tener una cultura cívica común; significa ponerse del lado de los cristianos venecianos que pensaban que una cultura cívica sólo era posible entre personas semejantes. Además, significa ignorar una profunda fuente de la fe judeo-cristiana -la compasión-, como si esa estimuladora fuerza religiosa simplemente se hubiera desvanecido en el mar multi­cultural.
Si la historia de Nueva York plantea la cuestión general de si pue­de forjarse una cultura cívica a partir de las diferencias humanas, Greenwich Village plantea una cuestión más particular: cómo puede esa variopinta cultura cívica convertirse en algo que la gente sienta en sus huesos.
Centro y periferia.
La historia y la geografía de Nueva York han agravado los dilemas que plantean las reacciones viscerales en una sociedad multicultural.
Nueva York es la ciudad cuadriculada por antonomasia, una geo­metría infinita de bloques iguales, aunque no exactamenre la cuadrí­cula que concibieron los romanos. La cuadrícula neoyorkina no tiene ni límites ni centro establecidos. Los constructores de la ciudad ro­mana estudiaban los cielos para ubicar la ciudad terrena y trazaban los límites de la ciudad para definir su geometría interna. Los plani­ficadores de la moderna Nueva York concibieron la cuadrícula urba­na como un tablero de ajedrez en expansión. En 1811 los padres de la ciudad situaron el plano cuadriculado de la ciudad en los terrenos si­tuados al norte de Greenwich Village, y en 1855 este plano se exten­dió más allá de Manhattan al Bronx al norte y a Queens al este.
Al igual que la cuadrícula de la ciudad romana, el plano de Nueva York se superponía sobre un territorio en buena medida vacío, una ciudad planeada antes de ser habitada. Si los romanos consultaban los cielos en busca de guía, los padres de la ciudad de Nueva York con­sultaron a los bancos. Acerca del plano cuadriculado moderno en general Lewis Mumford ha dicho que, «el emergente capitalismo del siglo XVII trató la parcela individual y el bloque, la calle y la avenida como unidades abstractas para comprar y vender, independientemen­te de los usos históricos, las condiciones topográficas o las necesida­des sociales» 3. La absoluta uniformidad de las parcelas creadas por la cuadrícula de Nueva York significó que' la tierra podía tratarse de la misma manera que el dinero, cada pieza tendría el mismo valor. En los primeros, y más dichosos, días de la República, se imprimían bi­lletes de dólar cuando los banqueros necesitaban dinero. De la misma manera, la necesidad de tierra podía solucionarse extendiendo el te­rreno, por lo que con la actuación de los especuladores comenzaron a existir nuevas partes de la ciudad.
Esta ciudad cuadriculada e ilimitada carecía de centro. Ni el plano de 1811 ni el de 1855 contienen indicaciones de mayor o menor va­lor, ni descripciones de dónde se encontraría la gente, como podría haber averiguado un romano en el extranjero localizando las intersec­ciones de las calles principales. La persona que visita Nueva York in­ruye lógicamente que el centro de la ciudad se encuentra en torno a Central Park. Cuando Calverr Vaux y Frederick Law Olmsted co­menzaron a planificar el parque en 1857, lo imaginaron como un re­fugio de la ciudad. Desde el momento en que los políticos locales re­tiraron a Olmsted de su gran proyecto, el parque empezó a decaer y la gente evitaba reunirse allí por no estar cuidado y ser peligroso.
En teoría, el plano de una ciudad que carezca de límites fijos y de un centro determinado posibilita muchos puntos de contacto social distintos; el plano original no establece dictados para las generacio­nes posteriores de constructores. En Nueva York, por ejemplo, el gran complejo de oficinas del Rockefeller Center, que empezó a cons­truirse en la década de los treinta, podía haberse ubicado unas man­zanas más al norte, al sur o al oeste. La cuadrícula neutral no dictaba su emplazamiento. Aunque la flexibilidad del espacio en Nueva York puede recordar idealmente el plano de L'Enfant para una ciudad más heterogénea que centralizada, Nueva York se acerca más al espacio urbano que concibieron los urbanistas de la Revolución Francesa. La carencia de directrices del plano de Nueva York significa que los obstáculos se pueden eliminar con facilidad, obstáculos que consisten en piedra, cristal y acero del pasado.
Hasta hace poco, edificios perfectamente viables de Nueva York de­saparecían con la misma regularidad que habían aparecido. En sesenta años, por ejemplo, las grandes mansiones que se alineaban a lo largo de varios kilómetros en la Quinta Avenida, desde Greenwich Village hasta la parte alta de Central Park, fueron construidas, habitadas y destruidas para dejar espacio a edificios más elevados. Incluso hoy, con controles históricos, los nuevos rascacielos de Nueva York están concebidos y financiados para durar cincuenta años, aunque desde el punto de vista arquitectónico podrían durar mucho más. De todas las ciudades del mundo Nueva York ha sido la que más se ha destruido para crecer. Dentro de cien años la gente tendrá una evidencia más tangible de la Roma de Adriano que de la Nueva York de fibra óptica.
Este camaleónico tejido urbano ha tenido una gran importancia para la historia del multiculturalismo en Nueva York. Después de la guerra civil, cuando Nueva York se convirtió en una ciudad interna­cional, sus emigrantes se hacinaban en grandes y congestionadas cua­drículas de pobreza, principalmente en el Lower East Side de Man­hattan y en el límite oriental de Brooklyn. Miserias de las clases más diversas se daban cita en los bloques de los denominados New Law Tenements. Estos edificios habían sido concebidos para proporcionar luz y aire a los espacios interiores, pero las buenas intenciones de sus arquitectos se vieron sobrepasadas por la cantidad de gente que se hacinaba en las estructuras.
A principios de este siglo, los hijos de los emigrantes comenzaron a marcharse cuando se lo permitían las circunstancias, igual que las clases trabajadoras inglesas, que utilizaron el metro para mudarse a casas mejores en el Londres norte. Algunos hijos de emigrantes se mudaron primero a Harlem; otros se fueron más lejos, al territorio poco poblado de los suburbios; los más prósperos a viviendas unifa­miliares y los suficientemente prósperos a edificios de apartamentos más holgados que los del centro de Nueva York. Dos circunstancias dificultaban el movimiento de salida: la mayoría de los empleos se­guían estando en el centro de la ciudad y la región de Nueva York ca­recía de una compleja red de arterias y venas urbanas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, un nuevo impulso de abandonar la ciudad se hizo posible gracias a la obra de un hombre, Robert Mases. Como en el caso de Haussmann, la magnitud de la empresa de Mases comenzada en los años veinte y treinta de este si­glo desafía la imaginación. Construyó puentes, parques, puertos, pa­seos marítimos y autopistas. De nuevo como Haussmann, y antes de Haussmann, Boullée y Wailly, Robert Mases consideraba arbitraria la forma del tejido urbano de su ciudad y no se sentía obligado a pre­servar o renovar lo que habían hecho otros antes de él.
La gran red de transporte que Mases creó para la región de Nueva York consumó el impulso de la Ilustración a crear una ciudad basada








Plano de las autopistas regionales de Nueva York, 1929. De The Graphic Regional Plan: Atlas and DescriPtion. Cortesía de la Universidad de Columbia, Avery Architectural and Fine Arts library, Nueva York.


en el cuerpo móvil. Aunque Nueva York había desarrollado el siste­ma de transporte de masas más extenso del mundo en la época en que Mases comenzó a construir, favoreció el desplazamiento de los indi­viduos en automóviles. Para otros planificadores, esta inmensa red de carreteras parecía amenazar la viabilidad del centro urbano estableci­do, más que extender su alcance. Así le pareció, por ejemplo, al urbanista Jean Gottmann, que en su estudio clásico, Megalopolis, previó la formación de una vasta región urbana a lo largo de la costa oriental de los Estados Unidos, de Boston a Washington. Según Gottmann, esta megalópolis destruiría la ciudad central como «el "centro", el "corazón" de una región» 4.
Moses sostenía que sus carreteras no tenían un carácter destructi­vo, sino que ofrecían posibilidades placenteras. Su idea de los place­res del movimiento se plasmó en el sistema de avenidas (parkway sys­tem) -carreteras por las que no podían viajar los camiones, que atravesaban como lazos de asfalto parques artificiosamente situados y que no eran visibles desde las casas. Estos caros e ilusivos parkways debían convertir la experiencia de conducir un automóvil en un pla­cer autónomo, sin resistencias.
Moses creía que este sistema de autopistas y parkways liberaría a las personas de las tensiones de la ciudad. En este sentido, uno de los grandes proyéctos de Moses fue Jones Beach, la gran extensión de arena que convirtió en una playa pública cerca de la ciudad. Sobre la
Paisajes de Nueva York trazados por Robert Mases. De R. Caro, The P0111er Broker: Robert Moses and the Pall ofNew York, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1974, interior de la portada. Reimpreso con permiso.




actitud de Moses hacia la playa, un colega suyo, Frances Perhns, se­ñaló: «Atacaba a la gente humilde de una manera terrible. Para él eran personas despreciables y sucias que tiraban botellas por todo Jones Beach. "¡Se van a enterar! Les voy a enseñar!" ... Ama a a la gente, pero no como pueblo» 5. En particular, Moses intentó mantener a los negros fuera de Jones Beach, como de los parques públicos que creó, por considerados especialmente sucios.
El título que Robert Caro eligió para su biografía de Robert Mo­ses, The Power Broker, caracteriza adecuadamente el espíritu con el que trabajó Moses 6. Moses no era un planificador profesional, pero forjó los instrumentos gubernamentales y financieros que utilizarían los planificadores. En particular, Moses carecía de la imaginación vi­sual necesaria para ver el aspecto que tendrían los mapas y proyectos en formas tridimensionales. Considerado a menudo como un planifi­cador diletante, en cierto sentido fue algo más aterrador, una persona de inmenso poder que frecuentemente no comprendía lo que estaba edificando. Pero, como en el caso de Jones Beach, sus objetivos socia­les estaban muy claros.
Su planificación buscaba anular la diversidad. Cuando actuaba so­bre una masa de la ciudad, la trataba como si fuera una roca que de­bía desmenuzar, y el «bien público» se alcanzaba mediante la frag­mentación. En esto, Moses fue selectivo. Sólo se les proporcionaban los medios de escapar a aquellos que habían tenido éxito -el éxito suficiente como para adquirir un automóvil o una casa- y los puen­tes y las autopistas les ofrecían una vía de escape del ruido de los huelguistas, los mendigos y los necesitados que habían invadido las calles de Nueva York durante la Gran Depresión.
Debe decirse que aunque Moses erosionó el congestionado centro urbano, su intervención sirvió para cubrir una necesidad comunitaria profundamente sentida, la necesidad de alojamientos familiares ade­cuados. Cuando Moses extendió la región urbana de Nueva York a través de los dedos de las autopistas que se dirigían al este, después de la Segunda Guerra Mundial se construyeron casas en las grandes fincas y en las tierras dedicadas al cultivo de patatas de Long Island; cuando extendió como dedos otras autopistas hacia el norte, se trans­formaron en suburbios otras propiedades más modestas. Herbert Gans estudió hace una generación la nueva comunidad residencial de Levittown, en Long Island, que habían hecho posible las autopistas de Moses. Observó así que la masa de casas unifamiliares proporcio­naba >>más cohesión familiar y un estímulo significativo de la moral» dentro de cada casa 7. Gans criticó con razón a los que despreciaban estas construcciones. Los individuos que podían dejar los pisos de la ciudad que eran demasiado reducidos para sus familias valoraban sus nuevos hogares a causa de su «deseo de poseer una casa independiente» 8.
No obstante, a Mases le costaba entender que había creado un nue­vo territorio económico. De hecho, el crecimiento de la periferia de Nueva York coincidió con un incremento de oficinas y servicios que, gracias a las comunicaciones electrónicas, ya no tenían que estar ubi­cadas en el congestionado núcleo urbano donde los alquileres eran elevados. La periferia también creció a medida que se producían estos cambios y empleó cada vez a más trabajadoras tanto en los servicios como en fábricas pequeñas. Las mujeres podían trabajar cerca del lu­gar donde vivían, pero recibían salarios inferiores a los que se paga­ban a los hombres 9. Cuando la periferia tuvo una vida económica propia, parte del sueño de la evasión comenzó a desvanecerse. La po­breza y los bajos salarios reaparecieron en los suburbios, lo mismo que el crimen y las drogas. Las esperanzas de una vida familiar esta­ble y segura en los suburbios también se frustraron en la medida en que su premisa era la evasión.
No obstante, el legado de Roben Mases ha perdurado de dos ma­neras. Su reestructuración de Nueva York llevó a su apogeo las fuer­zas del movimiento individual que habían empezado a tomar forma dos siglos antes en Europa. Y a quienes permanecieron en el viejo y heterogéneo centro urbano les legó el problema agudizado y más di­fícil de enfrentarse a sus formas de percibir y sentir a los demás.
El movimiento corporal adquirió por primera vez su importancia moderna como un nuevo principio de actividad biológica. El análisis médico de la circulación de la sangre, de la respiración de los pulmo­nes y de las fuerzas eléctricas que se mueven a través de los nervios creó una nueva imagen del cuerpo saludable, un cuerpo cuya libertad de movimiento estimulaba el organismo. De ese dato médico se se­guía que el espacio debía concebirse para estimular el movimiento corporal y los procesos de respiración asociados con el mismo. A esta conclusión sobre el espacio llegaron los urbanistas de la Ilustración durante el siglo XVIII. La persona que se movía con libertad se sentía más autónoma e individual como resultado de esta experiencia de li­bertad física.
Ahora las personas se trasladan con rapidez, especialmente hacia esos territorios periféricos, y dentro de los mismos, cuyos fragmentos sólo están comunicados por automóviles. La logística de la velocidad, sin embargo, separa el cuerpo de los espacios por los que se mueve. Aunque sólo sea por razones de seguridad, los planificadores de auto­pistas tratan de neutralizar y uniformizar los espacios por los que viaja un vehículo a gran velocidad. El acto de conducir, de obligar al cuerpo a permanecer sentado en una posición fija y de exigir sólo mi­cromovimientos apacigua al conductor. La generación de Harvey imaginó el movimiento como algo estimulante. En la Nueva York de Robert Moses lo conocemos monótono.
Durante el siglo XIX, los diseños relacionados con el movimiento y el reposo estaban vinculados con tecnologías que hacían que el cuer­po individual se sintiera cómodo. La comodidad reduce la cantidad y la intensidad del estímulo. Es también un ensayo de monotonía. La búsqueda de un estímulo cómodo y menos intenso está directamente relacionada con la forma en que tendemos a afrontar las sensaciones perturbadoras que pueden presentarse en una comunidad heterogé­nea y multicultural.
Roland Barthes fue el primero que llamó la atención sobre esta co­nexión en lo que denominó un «repertorio de imágenes» cuando las personas se encuentran con extraños 10. Al explorar una escena com­pleja o inusual, el individuo intenta situarla rápidamente de acuerdo con una serie de imágenes que pertenecen a categorías sencillas y ge­nerales, basadas en estereotipos sociales. Al encontrarse en la calle con un negro o un árabe, una persona blanca registra una amenaza y deja de mirar con interés. El juicio, observó Barthes, es instantáneo y el resultado sorprendente. Gracias al poder de clasificación del reper­torio de imágenes, las personas bloquean todo estímulo ulterior. En­frentadas con la diferencia, se vuelven pasivas rápidamente.
El urbanista Kevin Lynch ha mostrado cómo puede utilizarse un repertorio de imágenes para interpretar la geografía urbana de la misma manera. Todo individuo urbano, dice, tiene una imagen men­tal del «lugar al que pertenezco». En su investigación Lynch descu­brió que sus sujetos comparaban los nuevos lugares con esas instantá­neas mentales y, cuanto menos coincidían, más indiferentes se sentían los individuos ante su nuevo entorno. El movimiento rápido, tal y como se da en un automóvil, estimula la utilización de un re­pertorio de imágenes, esto es, esa disposición a clasificar y juzgar de manera inmediata. La geografía fragmentada también refuerza el re­pertorio de imágenes, pues en la periferia cada fragmento tiene su función -el hogar, las tiendas, la oficina, la escuela- y está separa­do por espacios vacíos de otros fragmentos. Por lo tanto, rápida y fácilmente se puede juzgar si alguien no pertenece a un lugar concreto si está comportándose de una manera inapropiada en el mismo.
De manera similar, el sociólogo Erving Goffmann intentó mostrar cómo, al caminar, una «desestimulación defensiva» influye en la for­ma en que las personas controlan sus cuerpos por la calle. Después de esa mirada clasificadora inicial dirigida a otro, la gente camina o se sitúa de manera que se produzca el menor contacto físico posible 11. Al explorar los alrededores mediante un repertorio de imágenes, so­metiendo el entorno a sencillas categorías de representación, compa­rando la semejanza con la diferencia, la persona reduce la compleji­dad de la experiencia urbana. Utilizando un repertorio de imágenes para mantenerse apartado de los demás, el individuo se siente más tranquilo.
Con semejante instrumento para tantear la realidad, se puede evi­tar lo que causa perplejidad o es ambiguo. El miedo a tocar del que surgió el gueto de Venecia se ha visto reforzado en la sociedad mo­derna cuando los individuos crean algo similar a los guetos en su propia experiencia corporal al enfrentarse a la diversidad. Rapidez, evasión, pasividad: esta triada es lo que el nuevo entorno urbano ha sacado de los descubrimientos de Harvey.
Estos muros de percepción colocados alrededor del yo adquirieron un significado particular en las vidas de la gente que quedó atrás.
Cuando por fin se le arrebató el poder a Mases a finales de los años sesenta, parecía que se iba a cumplir la predicción de lean Gottmann en Megalopolis: las partes viejas y pobres del núcleo urbano quedarían tan desoladas y despobladas en Nueva York como estaba sucediendo en otras ciudades americanas. Esto se debió al hecho de que la emi­gración a la ciudad pareció haberse detenido en 1965, cuando se pro­mulgó una nueva ley nacional de inmigración. Los puertorriqueños con frecuencia recibieron el apelativo de los «últimos extranjeros» de Nueva York. No obstante, los movimientos de la economía global invalidaron esa expectativa: llegaron nuevas oleadas de emigrantes, primero del Caribe y de América central, después de Corea, luego del antiguo imperio soviético, de Oriente medio y de México. Estos nue­vos emigrantes constituyen ahora la mitad de la población de la ciu­dad.
A esto se ha unido un movimiento inverso procedente de los su­burbios. Los hijos de los que se marcharon hace una generación han intentado regresar al centro. En parte, este movimiento ha obedecido a las peculiaridades del mercado inmobiliario en los suburbios de Nueva York y, en parte, a que los incrementos más acusados en em­pleos de servicios y profesionales se han producido en las empresas nacionales ubicadas en Manhattan. Pero estas peculiaridades locales también confluyen con el deseo más amplio de muchos jóvenes de re­gresar o ir a la ciudad. La mayor parte de los que llegan a Nueva York cada año son blancos y jóvenes entre los dieciocho y los treinta años.
Estos nuevos neoyorkinos han tenido que enfrentarse con las vidas complicadas de aquellos que nunca abandonaron la ciudad. Después de la Segunda Guerra Mundial, se produjo en Nueva York una espe­cie de distribución social y familiar. Los judíos, griegos, italianos e irlandeses más acomodados abandonaron el centro, pero sus compa­triotas más pobres no lo hicieron. Mucha gente mayor también deci­dió quedarse en el lugar donde había luchado para abrirse camino. Uno de los grandes dramas ocultos de Nueva York en su último me­dio siglo, por ejemplo, ha sido el de la pobreza judía del interior de la ciudad. El estereotipo que presenta a los judíos de Nueva York como un grupo étnico particularmente favorecido por el éxito ha ocultado la presencia en el Lower East Side, en el Upper West Side y en Flatbush de decenas de miles de judíos pobres que quedaron reza­gados, ganándose la vida en los oficios de artesanía y servicios en que comenzaron la mayoría de ellos. En otras comunidades que empeza­ron compartiendo las peores perspectivas, la movilidad de clases y las rupturas generacionales han creado similares dramas internos de abandono y traición, como es el caso de los negros que prosperaron y se fueron a los suburbios, dejando atrás a sus hermanos y hermanas en la pobreza.
La pureza de un gueto exige una orden clara de segregar -la clase de orden promulgada en Venecia de hacinar a los judíos en un lugar o en la moderna Nueva York de no prestar dinero a los negros. Sin em­bargo, en sus orígenes, en el siglo XIX, los guetos de Nueva York eran zonas uniformes de viviendas más que lugares a los que las auto­ridades pretendieran dotar de un carácter o identidad distintos. El Lower East Side de Nueva York era exclusivamente pobre, pero muy mezclado étnicamente. En los años veinte, la Pequeña Italia alberga­ba a irlandeses y eslavos, y hoy día viven allí tantos asiáticos como italianos. Harlem, en el apogeo del «Renacimiento de Harlem» du­rante los años veinte, albergaba a más griegos y judíos que a negros.
Cuando el centro se desangró en la megalópolis a raíz de las trans­formaciones realizadas por Robert Mases, la palabra «gueto» adquirió el significado apenas oculto de «lo que han quedado atrás». Harlem, por ejemplo, se despobló. Los judíos y los griegos lo abandonaron en los años treinta y la naciente burguesía negra cuarenta años más tarde. El hecho de pertenecer a un gueto vino a significar compartir un fraca­so común.
Muchos de los intentos modernos de hacer revivir los espacios del gueto han buscado, a la manera de los judíos del Renacimiento, transformar las vidas segregadas en una identidad colectiva honora­ble. Este esfuerzo se ha producido en todos los lugares de Nueva York, tanto entre los nuevos emigrantes étnicos como entre los ne­gros, los judíos pobres y otras etnias que han quedado detrás. Revivir el honor del gueto ha significado adoptar una actitud introspectiva tanto espacial como mentalmente. La mayoría de los esfuerzos dedi­cados a la construcción comunitaria se centran en definir una identi­dad común y recuperar edificios o espacios que definan un centro de esa vida común, más que en establecer contacto con los que son dis­tintos. Nueva York nunca fue un melting pot, pero a sus problemas multiculturales se vinieron a sumar esta historia de abandono y la necesidad de los abandonados de restablecer su honor. Sin embargo, las mismas fuerzas que llevaron gente nueva al centro urbano después de que se marcharan los herederos de Robert Moses no permiten esta introversión, este honor fraguado en un espacio de separación basado en el modelo de los judíos venecianos.
En términos de población, Nueva York sólo ha sido capaz de reci­bir a las nuevas etnias repoblando los espacios de los antiguos guetos. Las zonas de pobreza situadas al noreste de Wall Street, por ejemplo, se están llenando ahora de un ejército nocturno de limpiadores, im­presores, mensajeros y trabajadores de servicios empleados en los templos de las finanzas de fibra óptica. Dominicanos, salvadoreños y haitianos se apretujan en las casas que todavía son habitables del ex­tremo noroeste de Harlem. En Brooklyn, los judíos rusos, los jasidim y los sirios han repoblado los lugares abandonados por los judíos que llegaron en generaciones anteriores. Y en todo el núcleo urbano una corriente continua de jóvenes nativos blancos penetra en los lugares abandonados por la clase media anterior .
. Además, la economía de la ciudad no permitirá esa instropección. Las cadenas nacionales de almacenes han reemplazado a muchos ne­gocios locales. Siguen siendo fuertes los pequeños negocios relacio­nados -de la reparación de violines a la restauración de objetos de cobre o la impresión especializada- cuya clientela es más metropoli­tana que local. Estos negocios peculiares y especializados ofrecen a muchos emigrantes ahora, como en el pasado, el primer peldaño para ascender en la escala social. La historia reciente del multiculturalis­mo en Nueva York ha ido en una dirección separatista, pero este se­paratismo étnico es un callejón sin salida, aunque sólo sea por causas económicas.
Desde la Atenas de Pericles al París de David, la palabra «cívico» ha implicado un destino entrelazado con otros, un cruce de suertes. Para un griego de la época de Pericles o para un romano pagano de la época de Adriano era inconcebible que su suerte estuviera separada de la de su ciudad. Aunque los primeros cristianos creían que su des­tino estaba dentro de ellos, esta vida interior finalmente volvió a vin­cularse a la suerte que compartían con otros en el mundo. La empresa medieval pareció romper con esta idea de un destino común, puesto que podía provocar su propio cambio y, como la universidad de Bolo­nia, romper con las circunstancias del momento. No obstante, era un cuerpo colectivo, literalmente una incorporación de individuos en una entidad legal que poseía una vida propia más amplia. Y el gueto veneciano no hizo sino recordar la amarga lección del destino común, porque los cristianos venecianos sabían que su suerte no podía divor­ciarse de la de los judíos a los que mantenían en la ciudad, mientras que el destino de los judíos del gueto no podía desligarse de las vidas de sus opresores. Los motines del pan desencadenados por las mujeres de París al inicio de la Revolución francesa también representaron un intento de unir su destino con poderes que las trascendían.
En el mundo moderno, la creencia en un destino común sufrió una curiosa división. Las ideologías nacionalistas, lo mismo que las revo­lucionarias, sostienen que el pueblo comparte un destino. La ciudad, sin embargo, ha falsificado esta afirmación. Durante el siglo XIX, el desarrollo urbano empleó las tecnologías del movimiento, de la salud pública y del confort privado, así como los movimientos del merca­do, y la planificación de calles, parques y plazas, para oponerse a las reivindicaciones de las multitudes y privilegiar las pretensiones de los individuos. Individuos que, como observaba Tocqueville, se sen­tían «ajenos a los destinos de los demás»; junto con otros observado­res del avance del individualismo, Tocqueville vio su profunda cone­xión con el materialismo, un «materialismo virtuoso -escribió­que no corrompería, pero enervaría el espíritu y sigilosamente ende­rezaría sus resortes de acción» 12. Al retirarse de la vida común, ese individuo perdería vida.

Las energías que han creado y destruido grandes edificios de ofici­nas, viviendas y casas de Nueva York han negado los efectos del tiempo sobre la cultura cívica. Las trayectorias de salida de Nueva York son semejantes socialmente a las de Londres y de otras ciudades -ciudades que han adquirido su configuración moderna a través de movimientos de separación individual. La negación de un destino co­mún fue crucial para todos estos movimientos.
Si los blancos que huyeron a Long Island después de la Segunda Guerra Mundial negaron tajantemente que compartieran un destino con los blancos o negros que dejaron atrás, también hubo otras nega­tivas más sutiles. Los que quedaron atrás negaron, por una cuestión de honor, que sus destinos estuvieran unidos a los de otros. Los privi­legiados se han protegido de los pobres como se han protegido del estímulo. Los necesitados han intentado llevar una especie de arma­dura que sólo mantiene distanciados a aquellos que necesitan. La vida en Greenwich Village quizá ejemplifica lo máximo que hemos logrado: una voluntad de vivir con la diferencia, pero, al mismo tiempo, la negación de que ello implique un destino compartido.


2. CUERPOS CÍVICOS

Al inicio de este estudio, dije que lo he escrito como un creyente re­ligioso, y ahora, en la conclusión, debo explicar por qué. A lo largo de Carne y Piedra he argumentado que los espacios urbanos cobran forma en buena medida a partir de la manera en que las personas ex­perimentan su cuerpo. Para que las personas que viven en una ciudad multicultural se interesen por los demás, creo que tenemos que cam­biar la forma en que percibimos nuestros cuerpos. No experimentare­mos la diferencia de los demás mientras no reconozcamos las insufi­ciencias corporales que existen en nosotros mismos. La compasión cívica procede de esa conciencia física de nuestras carencias, y no de la mera buena voluntad o la rectitud política. Si estas afirmaciones parecen encontrarse lejos de la realidad práctica de Nueva York, qui­zás sea una señal de lo mucho que se ha divorciado la experiencia ur­bana de la comprensión religiosa.
Las lecciones que hay que aprender del cuerpo son uno de los fun­damentos de la tradición judeo-cristiana. Cruciales en esa tradición son las transgresiones de Adán y Eva, su vergüenza por la desnudez y su expulsión del Jardín del Edén, lo que conduce a una historia de los primeros seres humanos, qué fue ellos y qué es ,lo que perdieron.



En el Jardín del Edén, eran inocentes, ingenuos y obedientes. En el mundo se hicieron conscientes; supieron que eran imperfectos y, por lo tanto, intentaron comprender qué era extraño y diferente. Ya no eran los hijos de Dios a los que se les había dado todo. El Antiguo Testamento narra una y otra vez historias de personas que constitu­yen un reflejo del doloroso despertar de los primeros seres humanos. Son personas que transgreden con sus deseos corporales los manda­mientos de Dios, son castigadas, y que después, como Adán y Eva en el exilio, despiertan. Los primeros cristianos interpretaron el paso de Cristo por la tierra de una forma similar. Crucificado por los pecados del hombre, su legado a los hombres y mujeres es una sensación de la insuficiencia de la carne. Cuanto menos placer obtengan sus seguido­res de sus propios cuerpos, más se amarán los unos a los otros.
La historia pagana contó esta antigua verdad de otra manera, como la historia de lo que los cuerpos experimentan en las ciudades. El ágora ateniense y la colina de Pnyx eran espacios urbanos donde los ciudadanos percibían la insuficiencia corporal: el ágora antigua esti­mulaba a las personas físicamente, al precio de privarles de una conversación coherente con los demás; la colina de Pnyx permitía la con­tinuidad del discurso y aportaba a la comunidad experiencias de lógica narrativa, al precio de hacer a las personas vulnerables al estí­mulo retórico de las palabras. Las piedras del ágora y de la colina de Pnyx sometieron a los individuos a fluctuaciones constantes, pues cada centro era una fuente de insatisfacción que el otro sólo podía re­solver despertando a su vez otro tipo de insatisfacción. En la ciudad de dos centros, las personas conocieron la insuficiencia en su expe­riencia corporal. Sin embargo, ningún pueblo valoró de manera más consciente la cultura cívica que los atenienses: «humano» y «polis» eran términos intercambiables. La acción del propio desplazamiento creó intensos vínculos cívicos. Las personas se interesaban profunda­mente por los demás en espacios que no satisfacían plenamente sus necesidades corporales -un contemporáneo judío podría haber di­cho: porque estos espacios no satisfacían sus necesidades corporales. Sin embargo, la ciudad antigua no era un monumento a la estabili­dad. Ni siquiera el más vinculante de los actos humanos, el ritual, podía garantizar su cohesión.
Es un hábito moderno considerar puramente negativas la inestabi­lidad social y la insuficiencia personal. La formación del individua­lismo moderno en general ha pretendido hacer a los individuos auto­suficientes, es decir, completos más que incompletos. La psicología habla de individuos centrados, de conseguir la integración y la plenitud del yo. Los modernos movimientos sociales también hablan ese lenguaje, como si las comunidades tuvieran que llegar a ser como los individuos, coherentes y completas. En Nueva York, los dolores de haber quedado fuera o atrás han modulado este lenguaje individual­comunitario. Los grupos raciales, étnicos y sociales adoptan actitudes introspectivas para dotarse de coherencia y recobrarse. La experiencia psicológica del desplazamiento, de la incoherencia -el ámbito de lo que el psicoanalista Robert Jay Lifton denomina un «yo proteico»­parecería sólo una receta para ahondar esas heridas sociales 13.
Sin embargo, sin experiencias significativas de autodesplazamien­to, las diferencias sociales se refuerzan gradualmente porque el inte­rés en el Otro se apaga. Freud aplicó al cuerpo esta verdad sociológi­ca en Más allá del principio del placer, el breve ensayo que publicó en 1920. En él contrasta el placer corporal en plenitud y equilibrio con una experiencia corporal más centrada en la realidad y que trasciende ese placer. El placer, escribió Freud, «tiene su origen en una tensión displaciente ... [y) su último resultado coincide con una aminoración de dicha tensión» 14. El placer, por lo tanto, no es similar a la excita­ción sexual, que implica una perturbación estimuladora de los senti­dos, sino que busca regresar a un estado que Freud comparó en últi­ma instancia al bienestar de un feto en el vientre, seguro e ignorante del mundo. Bajo el dominio del principio del placer, el individuo de­sea descomprometerse.
Freud nos habla como un realista mundano más que como un asce­ta religioso porque sabe que el deseo de comodidad expresa una nece­sidad biológica profunda. «Para el organismo vivo, la defensa contra las excitaciones -escribe- es una función casi más importante que la recepción de las mismas» 15. Pero si predomina la protección, si el cuerpo no está abierto a crisis periódicas, el organismo acaba enfer­mando por falta de estímulo. El impulso moderno de buscar la como­didad, afirma Freud, es extremadamente peligroso para los seres hu­manos. Por lo tanto, las dificultades que intentamos evitar no desaparecen.
¿Qué puede vencer el impulso de retirarse a una situación placen­tera? En Más allá del principio del placer, Freud contempló dos vías. En la primera, a la que denominó el «principio de realidad», una persona se enfrenta a dificultades físicas o emocionales meramente con su fuerza de voluntad. Bajo el influjo del principio de la reali­dad, una persona resuelve conocer el «desplacer» 16. Ese «desplacer» exige valor en la vida cotidiana. Pero Freud es también realista por­que sabe que el principio de realidad no es una fuerza muy poderosa y que el valor es raro. La otra derrota del placer es más segura y más duradera. En el curso de la experiencia de una persona, escribe, «al­gunos instintos o parte de ellos demuestran ser incompatibles, por sus fines o aspiraciones, con los demás» 17. El cuerpo se siente en es­tado de guerra consigo mismo, se excita, pero las incompatibilidades del deseo son demasiado grandes para ser resueltas o ignoradas.
Ésa es la tarea de la civilización: nos enfrenta, frágiles como somos, con experiencias contradictorias que no pueden ser soslayadas y que, por lo tanto, nos hacen sentirnos incompletos. Pero precisamente en ese estado de «disonancia cognitiva» -para utilizar el término de un crítico posterior- los seres humanos comienzan a centrarse, a aten­der, a explorar y a comprometerse en el ámbito donde el placer de la plenitud es imposible. La historia de la ciudad occidental registra una larga lucha entre esta posibilidad civilizada y el esfuerzo para crear poder además de placer mediante prototipos de plenitud. Los prototipos del «cuerpo» han realizado la obra del poder en el espacio urbano. Los atenienses y los romanos paganos hicieron uso de tales prototipos. En la evolución de la tradición judeo-cristiana, el viajero espiritual volvió al centro urbano, donde-su cuerpo sufriente se con­virtió en una razón para la sumisión y la mansedumbre, convirtién­dose el cuerpo espiritual en carne y piedra. En el amanecer de la mo­derna era científica, el centro proporcionó un nuevo prototipo del «cuerpo» -un mecanismo de circulación cuyo centro era la bomba cardíaca y los pulmones- y esta imagen científica del cuerpo evolu­cionó socialmente para justificar el poder del individuo sobre las pre­tensiones de sistema político.
Sin embargo, como he intentado mostrar, este legado contiene profundas contradicciones y tendencias internas. En la ciudad ate­niense, el prototipo de la desnudez masculina no podía controlar ple­namente o definir los cuerpos vestidos de las mujeres. El centro ro­mano constituyó el foco mítico de la ficción de la continuidad y la coherencia de Roma; las imágenes visuales que expresaban esta cohe­rencia se convirtieron en instrumentos de poder. Sin embargo, si en el centro democrático, el ciudadano ateniense se convirtió en esclavo de la voz, en el centro imperial el ciudadano romano se convirtió en esclavo de la mirada.
Cuando el cristianismo primitivo se arraigó en la ciudad, se adaptó a esta tiranía visual y geográfica tan antitética de la condición espiri­tual del pueblo errante de la Palabra y la Luz judeo-cristianas. El cristianismo se reconcilió con los poderes del centro urbano dividien­do su imaginación visual en dos, interior y exterior, espíritu y poder.


El ámbito de la ciudad exterior no pudo vencer plenamente la necesi­dad de fe de la ciudad interior del alma. Las ciudades cristianas de la Edad Media continuaron experimentando este centro dividido, ahora construido en piedra, como las diferencias entre el santuario y la ca­lle. Sin embargo, ni siquiera podía dominar la calle el cuerpo de Cristo, que por la imitación debía gobernar la ciudad cristiana.
Tampoco pudo mantenerse el centro mediante actos de purifica­ción. El impulso de expiar y limpiar el contaminado cuerpo cristiano que impulsó la segregación de los judíos y de otros cuerpos impuros en la Venecia cristiana no pudo restaurar su centro espiritual. Ni pu­dieron las ceremonias de la Revolución dar congruencia a ese centro. El impulso de eliminar obstáculos, de crear un espacio transparente de libertad en el centro urbano del París revolucionario, se convirtió en mera vaciedad y en apatía inducida, lo que contribuyó a frustrar las ceremonias que tenían la finalidad de llevar a cabo una transfor­mación cívica duradera. No puede decirse que el prototipo moderno del cuerpo individual e independiente haya terminado en un triunfo. Ha terminado en la pasividad.
En las fisuras y contradicciones de los prototipos del cuerpo en el espacio han surgido momentos y ocasiones para la resistencia -la re­sistencia dignificante de las Tesmoforias y de las fiestas de Adonis, los rituales del comedor y del baño en la casa cristiana, y de la noche en el gueto-, rituales que, si bien no destruyeron el orden dominan­te, crearon una forma más compleja de vida para los cuerpos que el orden dominante buscaba formar a su propia imagen. En nuestra his­toria, las relaciones complejas entre el cuerpo y la ciudad han llevado a los individuos más allá del principio del placer, como lo describió Freud. Han sido cuerpos turbados, cuerpos inquietos, cuerpos agita­dos. ¿Cuánta disonancia y desazón pueden soportar las personas? Du­rante dos mil años soportaron mucha en lugares a los que estaban profundamente ligados. Podríamos considerar esta activa vida física mantenida en un centro inefectivo como un indicio de nuestra condi­ción actual.
Al final, esta tensión histórica entre dominio y civilización nos plantea cuestiones acerca de nosotros mismos. ¿Cómo saldremos de nuestra pasividad corporal? ¿Dónde está la fisura de nuestro sistema? ¿ De dónde vendrá nuestra liberación? Se trata, insisto en ello, de una cuestión particularmente acuciante para una ciudad multicultural, aunque no esté en el discurso habitual de los agravios y los derechos de cada grupo. Porque sin una percepción alterada de nosotros mis­mos, ¿qué nos impulsará a la mayoría de nosotros -que no somos
personajes heroicos que llaman a la puerta de antros de la droga- a volvemos hacia fuera en busca de los demás, a experimentar al Otro?
Toda sociedad necesita fuertes sanciones morales para que la gente tolere, y no digamos ya experimente de manera positiva, la dualidad, la insuficiencia y la alteridad. Esas sanciones morales surgieron en la civilización occidental a través de los poderes de la religión. Losri­tuales religiosos vincularon, en la expresión de Peter Brown, el cuer­po a la ciudad. Un ritual pagano como las Tesmoforias lo consiguió sacando literalmente a las mujeres de los límites de la casa a un espa­cio ritual donde hombres y mujeres se enfrentaban con las ambiglie­dades sexuales encerradas en el significado de la ciudadanía.
Sería un disparate sostener, de una manera utilitaria, que necesita­mos de nuevo el ritual religioso para volvemos al exterior, y la histo­ria de los espacios rituales de la ciudad no nos permite creer en una idea tan instrumental. Cuando el mundo pagano desapareció, el cris­tiano encontró en la creación de espacios rituales una nueva vocación espiritual, una vocación de trabajo y autodisciplina que acabó dejan­do su huella sobre la ciudad como lo había hecho anteriormente so­bre el santuario rural. La gravedad de estos espacios rituales residía en el cuidado de los cuerpos doloridos y en el reconocimiento del su­frimiento humano que se halla inseparablemente unido a la ética cristiana. Por una terrible ironía del destino, cuando las comunida­des cristianas descubrieron que tenían que vivir con los que eran di­ferentes, impusieron esta doble percepción del lugar y de las cargas del cuerpo sufriente a aquellos a quienes oprimían, como fue el caso de los judíos venecianos.
La Revolución francesa representó de nuevo este drama cristiano hasta el final, aunque no lo repitió. El entorno físico en el que la Re­volución impuso el sufrimiento, y en el que los revolucionarios in­tentaron recuperar una figura maternal que incorporara y transfor­mara sus propios sufrimientos, había perdido la especificidad y densidad del lugar. El cuerpo sufriente se desplegó en un esp~cio va­cío, un espacio de libertad abstracta sin una conexión humana dura­dera.
El drama de los rituales revolucionarios también fue un eco del drama pagano, el intento profundamente arraigado en la vida anti­gua de desplegar el ritual para orientado al servicio de los oprimidos y negados. En el Champ de Mars volvió a fracasar este intento de concebir un ritual. La antigua creencia de que el ritual «procede de
otro lugar» ahora parecía significar que sus poderes estaban más allá de lo concebible, más allá de la acción humana, inspirado por fuerzas que trascendían los poderes de una sociedad humana y civilizada.
Por lo tanto, el intento se dirigió a la configuración del placer, en forma de comodidad, inicialmente para contrarrestar la fatiga y ali­viar la carga del trabajo. Pero esta potencialidad, que permitiría des­cansar al cuerpo, vino también a aliviar su peso sensorial, suspen­diéndole en una relación cada vez más pasiva con su entorno. La trayectoria del placer tal y como se concibió condujo al cuerpo hu­mano a un descanso cada vez más solitario,
Si es posible la fe en la movilización de los poderes de la civiliza­ción contra los del dominio, ésta radica en aceptar exactamente lo que esta soledad intenta evitar: el dolor, la clase de dolor vivido que mi amigo mostró en el cine. Su mano destrozada sirve de testigo, El dolor vivido es un testimonio de que el cuerpo trasciende el poder de la sociedad para definir; los significados del dolor son siempre in­completos en el mundo. La aceptación del dolor se halla en un ámbi­to exterior al orden que los seres humanos crean en el mundo. Witt­genstein dio testimonio del dolor en el pasaje citado al principio de este estudio. En una obra magistral, The Body in Pain, la filósofa Elaine Scarry parte de la idea de Wittgenstein. «Aunque la capaci­dad de experimentar dolor físico es un dato tan fundamental del ser humano como la capacidad de oír, de tocar, de desear -escribe-, [el dolor es diferente} de cualquier otro hecho corporal y psíquico, por­que no cuenta con'ningun objeto en el mundo exterior» 18.
Los grandes volúmenes que aparecen en los planos de Boullée mar­can el punto en el que la sociedad secular perdió contacto con el do­lor. Los revolucionarios creían que podían llenar un volumen vacío, libre 'de los obstáculos y restos del pasado, con significados humanos, que un espacio sin obstrucciones podía servir a las necesidades de una nueva sociedad. El dolor podía eliminarse eliminando el lugar. Esta misma supresión ha servido posteriormente para favorecer la huida individual más que el acercamiento a los demás. La Revolución fran­cesa señaló así una profunda ruptura en la concepción del dolor de nuestra civilización. David colocó el cuerpo que sufría en el mismo espacio que ocupaba Marianne: un espacio vacío, desamparado, un cuerpo a solas con su dolor -y ésa es una condición insoportable.
Entre los problemas cívicos de una ciudad multiculrural está la di­ficultad moral de estimular la simpatía hacia los que son Otros. Y esto sólo puede ocurrir si se entiende por qué el dolor corporal exige un lugar en el que pueda ser reconocido y en el que sus orígenes trascendentes sean visibles. Semejante dolor tiene una trayectoria en la experiencia humana. Desorienta y hace incompleto al individuo, vence el deseo de coherencia. El cuerpo que acepta el dolor está en condiciones de convertirse en un cuerpo cívico, sensible al dolor de otra persona, a los dolores presentes en la calle, perdurable al fin -aunque en un mundo heterogéneo nadie puede explicar a los de­más qué siente, quién es. Pero el cuerpo sólo puede seguir esta tra­yectoria cívica si reconoce que los logros de la sociedad no aportan un remedio a su sufrimiento, que su infelicidad tiene otro origen, que su dolor deriva del mandato divino de que vivamos juntos como exiliados.