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Dos nuevos articulos que pretenden complementar lo propuesto por el texto de Jose Luis Pardo. Nunca fue tan hermosa la basura.

martes, 13 de marzo de 2007

Roland Barthes, La Cámara Lucida
(Fragmento)

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Ahora bien, una tarde de noviembre, poco tiempo después de la muerte de mi madre, yo estaba ordenando fotos. No contaba «volverla a encontrar», no esperaba nada de «esas fotografías de un ser ante las cuales lo recordamos peor que si nos contentamos con pensar en él» (Proust). Sabía perfectamente que, por esa fatalidad que constituye uno de los rasgos más atroces del duelo, por mucho que consultase las imágenes, no podría nunca más recordar sus rasgos (traerlos a mi mente). No, lo que yo quería era, según el deseo de Valéry a la muerte de su madre, «escribir una pequeña obra sobre ella, para mí solo» (quizás un día la escriba, con el fin de que, impresa, su memoria dure por lo menos el tiempo de mi propia notoriedad). Además, no puedo decir que esas fotos de ella que yo guardaba me gustasen, si exceptuamos la que había publicado, aquella en la que se ve a mi madre, de joven, caminando por una playa de las Landas y en la que «reconocí» su modo de andar, su salud, su resplandor —pero no su rostro, demasiado lejano-: no me ponía a contemplarlas, no me sumía en ellas. Las desgranaba, pero ninguna me parecía realmente «buena»: ni resultado fotográfico, ni resurrección viva del rostro amado. Si algún día llegase a mostrarlas a amigos, dudo que les hablasen.
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En cuanto a muchas de estas fotos, lo que me separaba de ellas era la Historia. ¿No es acaso la Historia ese tiempo en que no habíamos nacido? Leía mi inexistencia en los vestidos que mi madre había llevado antes de que pudiese acordarme de ella. Hay una especie de estupefacción en el hecho de ver a un ser familiar vestido de otro modo. He aquí, hacia 1913, a mi madre en traje de calle, con toca, pluma, guantes, fina lencería que sobresale por las mangas y el escote, todo de un «chic» desmentido por la dulzura y la simplicidad de su mirada. Es la única vez que la veo así, tomada en una Historia (de los gustos, de las modas, de los tejidos): mi atención se desvía entonces de ella hacia el accesorio perecido; pues el vestido es perecedero, constituye para el ser amado una segunda tumba. Para «reconocer» a mi madre, fugitivamente, por desgracia, y sin jamás poder guardar durante mucho tiempo esta resurrección, es necesario que, mucho más tarde, reconozca en algunas fotos los objetos que ella tenía sobre su cómoda, una polvera de marfil (me agradaba el ruido de la tapa), un frasco de cristal biselado, o incluso una silla baja que tengo actualmente junto a mi cama, o incluso las almohadillas de rafia que ella ponía sobre el diván, los grandes bolsos que a ella le gustaban (cuyas formas confortables contrariaban la idea burguesa del «monedero»).
Así, la vida de alguien cuya existencia ha precedido en poco a la nuestra tiene encerrada en su particularidad la tensión misma de la Historia, su participación. La Historia es histérica: sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario estar excluido de ella. En tanto que alma viviente, soy propiamente lo contrario de la Historia, lo que la desmiente en provecho únicamente de mi historia (imposible para mí creer en los «testigos»; imposible cuanto menos ser uno de ellos; Michelet no pudo, por así decir, escribir nada sobre su propio tiempo). El tiempo en que mi madre vivió antes que yo, esto es para mí la Historia (por otro lado, esta época es la que históricamente me interesa más), Ninguna anamnesis podrá jamás hacerme entrever ese tiempo a partir de mí mismo (es la definición de la anamnesis), mientras que contemplando una foto en la que ella, siendo yo niño, me estrecha contra sí, puedo reme-morar en mi interior la suavidad arrugada del crespón de China y el perfume de los polvos de arroz.

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Y he aquí que comenzaba a nacer la cuestión esencial: ¿la reconocía?
Según van apareciendo esas fotos reconozco a veces una parte de su rostro, tal similitud de la nariz y de la frente, el movimiento de sus brazos, de sus manos. Sólo la reconocía por fragmentos, es decir, dejaba escapar su ser y, por consiguiente, dejaba escapar su totalidad. No era ella, y sin embargo tampoco era otra persona. La habría reconocido entre millares de mujeres, y sin embargo no la «reencontraba». La reconocía diferencialmente, no esencialmente. La fotografía me obliga así a un trabajo doloroso; inclinándome hacia la esencia de su identidad, me debatía en medio de imágenes parcialmente auténticas y, por consiguiente, totalmente falsas. Decir ante tal foto «¡es casi ella!» me resultaba más desgarrador que decir ante tal otra: «no es ella en absoluto». El casi: régimen atroz del amor, pero también estatuto decepcionante del sueño —es la razón por la que odio los sueños-. Pues acostumbro a soñar con ella (sólo sueño con ella), pero nunca es completamente ella: a veces tiene en el sueño algo de desplazado, de excesivo: por ejemplo, es jovial, o desenvuelta, lo cual ella no era nunca; o también, sé que es ella, pero no veo sus rasgos (pero, ¿es que acaso vemos en sueños, o acaso sabemos?): sueño con ella, pero no la sueño. Y ante la foto, como en e! sueño, se produce el mismo esfuerzo, la misma labor de Sísifo: subir raudo hacia la esencia y volver a bajar sin haberla contemplado, y volver a empezar.
Sin embargo, había siempre en esas fotos de mi madre un lugar reservado, preservado: la claridad de sus ojos. Por el momento no se trataba más que de una luminosidad totalmente física, la huella fotográfica de un color, el verdiazul de sus pupilas. Pero esta luz era ya en sí una especie de mediación que me conducía hacia una identidad esencial, el genio del rostro amado. Y además, por imperfectas que fuesen, cada una de esas fotos manifestaba el sentimiento justo que mi madre había debido experimentar cada vez que se había «dejado» fotografiar: mi madre «se prestaba» a la fotografía, temiendo que su rechazo pudiese ser considerado como «actitud»; superaba esta adversidad de situarse ante el objetivo (acto inevitable) con discreción (pero sin nada de la teatralidad contraída a base de humildad o de enfurruñamiento); pues sabía sustituir siempre un valor moral por un valor superior, un valor civil. Ella no se debatía con su imagen, tal como yo hago con la mía: ella no se suponía.
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Así iba yo mirando, solo en el apartamento donde ella acababa de morir, bajo la lámpara, una a una, esas fotos de mi madre, volviendo atrás poco a poco en el tiempo con ella, buscando la verdad del rostro que yo había amado. Y la descubrí.
La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente, sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: «Avanza un poco, que se te vea»; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe. El hermano y la hermana, unidos entre sí, como yo sabía, por la desunión de sus padres, que poco tiempo después se divorciarían, habían posado uno al lado de otro, solos, en la abertura de follaje y de palmas del invernadero (era la casa en que había nacido mi madre, en Chenneviéres-sur-Marne).
Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melindrosa que juega a papás y mamás, todo esto conformaba la imagen de una inocencia soberana (si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie; ¿cómo aquella bondad pudo salir de padres imperfectos que la amaron mal, en resumidas cuentas: de una familia? Su bondad estaba precisamente fuera de juego, no pertenecía a ningún sistema, o por lo menos se situaba en el límite de una moral (evangélica, por ejemplo); nada podría definirla mejor que ese rasgo (entre otros): nunca, en toda nuestra vida en común, nunca me hizo una sola «observación». Esta circunstancia extrema y particular, tan abstracta en relación con una imagen, estaba no obstante presente en el rostro que tenía en la fotografía que yo acababa de encontrar. «Ninguna imagen justa, justo una imagen», dice Jean-Luc Godard. Pero mi pesadumbre pedía una imagen justa, una imagen que fuese al mismo tiempo justicia y justeza: justo una imagen, pero una imagen justa. Tal era para mí la fotografía del Invernadero.
Por una vez la fotografía me daba un sentimiento tan seguro como el recuerdo, tal como lo sintió Proust cuando, agachándose un día para descalzarse, percibió en su memoria el rostro de su abuela de verdad, «cuya realidad viviente volví a encontrar por vez primera en un recuerdo involuntario y completo». El oscuro fotógrafo de Chenneviéres-sur-Marne había sido el mediador de una verdad, al igual que Nadar dando de su madre (o de su mujer, no se sabe) una de las más bellas fotos del mundo; había producido una foto surerogatoria, que ofrecía más de lo que cabía esperar de la esencia técnica de la fotografía. 0 también (pues intento enunciar esta verdad), esa Fotografía del Invernadero constituía para mí algo así como las últimas notas que escribiese Schumann antes de hundirse, ese primer Canto del Alba que con-cuerda a la vez con la esencia de mi madre y con la tristeza que su muerte produce en mí; sólo podría expresar esta concordancia mediante una sucesión infinita de adjetivos; me los ahorro, convencido no obstante de que esta fotografía reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de mi madre, y cuya supresión o alteración parcial, inversamente, me había remitido a las fotos de ella que me habían dejado insatisfecho. Aquellas fotos, que la fenomenología llamaría objetos «cualesquiera», no eran más que analógicas, suscitando tan sólo su identidad, no su verdad; pero la Fotografía del Invernadero, en cambio, era perfectamente esencial, certificaba para mí, utópicamente, la ciencia imposible del ser único.
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No podía por más tiempo omitir de mi reflexión lo que sigue: que había descubierto esa foto remontándome en el Tiempo. Los griegos penetraban en la Muerte andando hacia atrás: tenían ante ellos el pasado. Así he remontado yo toda una vida, no la mía, sino la de aquella a quien yo amaba. Partiendo de su última imagen, tomada el verano anterior a su muerte (tan extenuada, tan noble, sentada ante la puerta de nuestra casa, rodeada de mis amigos), llegué, remontando tres cuartos de siglo, a la imagen de una niña. Desde luego, la perdía entonces dos veces, en su fatiga final y en su primera foto, que era para mí la última; pero también era entonces cuando todo basculaba y la podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma...
Ese movimiento de la Foto (del ordenamiento de las fotos) lo he vivido en la realidad. Al final de su vida, poco tiempo antes del momento en que miré sus fotografías y descubrí la Foto del Invernadero, mi madre estaba débil, muy débil. Yo vivía en su debilidad (me era imposible participar en un mundo de fuerza, salir por la noche, toda mundanidad me horrorizaba). Durante su enfermedad yo la cuidaba, le daba el tazón de té que a ella le gustaba porque podía beber más cómodamente en él que en una taza, se había convertido en mi niña, identificándose para mí con la criatura esencial que era en su primera foto. En Brecht, por una inversión que en otro tiempo admiré mucho, es el hijo quien educa (políticamente) a la madre; sin embargo, a mi madre yo nunca la eduqué, nunca la convertí a nada; en cierto sentido, nunca le «hablé», nunca «discurrí» ante ella, para ella; pensábamos sin confesárnoslo que la ligera insignificancia del lenguaje, la suspensión de las imágenes debía ser el espacio propio del amor, su música. Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña. Resolvía así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal, si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida). Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.

Esto es lo que yo leía en la Fotografía del Invernadero.

8 comentarios:

Unknown dijo...

la arquitectura, es pensada para crear espacios para una función determinada, por lo menos esto es lo que el arquitecto pretende, crear cada espacio con unas especificaciones dadas para generar en el unas sensaciones dentro del habitante, que lo inducen a realizar determinadas acciones. en un punto antes de la proyección el arquitecto se puede topar con la poesía y la metáfora, son dos herramientas de las cuales el arquitecto hecha mano, y las utiliza para darle un carácter al edificio, un carácter propio, algo que haga decir este edificio es creado para una actividad especifica, y esto algunas veces se ve reflejado en el interior del mismo. Pero lejos de esto esta forma de habitar dicho espacio, el habitante moldea estos espacios a su antojo y los utiliza según sus necesidades, dándole así el carácter propio que cada cual quiere tener o tomar en dichos espacios.

Anónimo dijo...

La arquitectura es pensada y diseñada con el fin de darle su especialidad adecuada y funcional a cada espacio, por lo menos eso es lo que pretendemos a la hora de diseñar, a raíz de esto le buscamos que la forma y su especialidad sea característico a la función que será desarrollada en el edificio, pero lo que casi nunca contamos es que el usuario lo empieza a acomodar y transformar según sus necesidades o gustos particulares y se empieza ha perder la esencia principal del proyecto y a darle una nueva funcionalidad dad por el usuario.

51019 dijo...

LA POSICIÓN ESTRATÉGICA DE LA MIRADA.
"La historia es histérica: sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario estar excluido de ella".
La fotografía como técnica, sabemos que puede dar cuenta de fragmentos, instantes, fotogramas de lo que sería el continuo que supone la realidad animada. Re-presenta una mirada paralizada, el fragmento de una acción.

Podría hablar de dos casos:
1- La mirada activa. Lo que hay detrás de la fotografía, el fotógrafo o la parafernalia que ayuda a construir esa imagen. Hay películas que logran recrear una ciudad en 50m2.
2- La mirada pasiva. La que se deja seducir, la que puede otorgarnos el papel de testigo, voyeur, flaneur, espectador.
¿A qué aspectos de una arquitectura que se instale en la imagen le otorgaríamos en papel de pasivos / activos? ¿Son esos dos atributos simultáneos? ¿Al conducir nuestra mirada es activa o pasiva? ¿Y en un centro comercial? ¿Cómo se pueden evaluar estos contextos de la imagen, qué tipo de registros o soportes se hacen más oportunos? ¿La mirada activa la imagen y/o viceversa?

Diana dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Diana dijo...

“Los realistas , entre los que yo me incluyo y me incluía cuando afirmaba que la fotografía era una imagen sin código, no consideran en modo alguno la foto como una copia de lo real sino como una emanación de lo real pasado: una magia no un arte. Preguntarse si la fotografía es analógica(signos imitativos) o codificada, no es una buena vía de análisis . Lo importante es que la foto posee una fuerza constativa , y que lo constativo del la fotografía se refiere al tiempo no al objeto’’*.

*Especificidad de la fotografía, Roland Barthes.

El recuerdo puede ser entendido como fragmentos de imágenes de una vivencia , o experiencia, son fragmentos generales ante esa dificultad de poder recordar detalles, y, aunque los detalles sean entendidos también como los fragmentos de una totalidad, es ahí, cuando se escapa esa totalidad, que no se puede recurrir a ellos(los detalles).
Ese recordar borroso , donde se puede reconocer una imagen por lo que no es, pero que no se puede decir por lo que es , es lo mismo a que se le hubiese perdido la esencia, esa impotencia a no encontrarla.
Pero esta , la esencia, se capta con la desprevención del objetivo a fotografiar, en esa inocencia y en esa imagen no configurada, al no tener intención de crear una situación determinada , si no que el lente se infiltra en la situación que esta aconteciendo y la captura, se me ocurre de pronto, una mirada voyerista para poder ver al ser desenvuelto, sin cohibiciones y poder capturarlo, el no posar ni tratar de parecer natural en una fotografía (que al final es también una pose), el no tener la voluntad de aparecer, para poder aparecer la esencia.
De pronto por eso, la esencia de la madre la encuentra el autor, al remontarse a la niñez de la misma, donde es ignorante e inocente de su acto de aparición para ser capturada y plasmada a través del tiempo en un papel fotográfico.

Anónimo dijo...

Sin duda alguna la fotografía en la prueba mas cierta de los acontecimientos, pero aunque se supone que reflejan un hecho real, en realidad todo va desde la visión del individuo que este observado dicha foto, como le sucede al individuo de la historia muchas veces una fotografía no es suficiente para describir lo que estamos buscando por que muchas veces ni siquiera vemos lo que queremos ver y por mas que reconocemos el acontecimiento que refleja la foto no lo percibimos claramente como lo vivimos.

La fotografía no siempre es un medio de recuerdo también el desarrollo de una historia que puede darle razón de ser a la vida de muchos y de pronto puede darle rumbo a la vida de otros.

La fotografía no es solo la imagen si no la historia que a través de ella se revela no es solo un instante si no miles de años de historia champurrados en una imagen, y no importa la situación en la que se desenvuelva la imagen si no lo que puede contar a través del tiempo.

Julimón dijo...

Siempre que nos tomamos fotos,,, existe una preocupación por la apariencia... nos arreglamos para que nos capturen de una manera predeterminada, posamos... lo mismo con la arquitectura fotogénica que aparece en las revistas pero que a la final solo se queda su carácter de acontecimiento memorable como una imagen aséptica, limpia, postiza... Las fotos naturales, entendidas como fugaces, desapercibidas, sin que nadie se de cuenta.. son las que capturan la esencia...

Creo que el éxito de una fotografía está en el grado de afectación que cause (pensando en la captura de un acontecimiento que se queda en la memoria)y que genera mas que una vaga contemplación sino que nos impulsa a pensar... (Información lejana a nuestro alcance--> ampliación del mundo)

Anónimo dijo...

la fotografia se puede tomar como un proyecto pues siempre esta ligada alo k vemos y lo que queremos mostrar, ¿porque simpre buscamos el mejor angulo o el mejor contraste para una fotografia? pues lo que pasa es que en ella se va a retener un pequeño tiempo o un espacio asi k buscas simpre lo mejor para este acontecimiento ya que las personas alvidan con el tiempo y la fotografia perdura y te hace recordar ese espacio y ese tiempo perdido .